El otro día me encontré con un viejo conocido al que hacía bastante tiempo que no veía. Tras la sorpresa inicial y el sentido apretón de manos consiguiente, le lancé la pregunta de rigor, sin otro afán que el de cumplir con las inevitables normas de cortesía. «Bueno, ¿y qué tal?», le espeté, casi como quien habla por imperativo de un acto reflejo. Él me contestó con mucha gracia: «Pues, verás, escoge: ¿bien o te cuento?». Después de reírnos unos segundos (carcajearse a dúo es una de las experiencias musicales más hermosas que uno puede compartir), le pedí que, por favor, me contara, sin duda.
El episodio anterior habría pasado sin pena ni gloria como uno más de los múltiples avatares tibios pero intrascendentes que jalonan mis trabajos y mis días, de no haber sido por la ingeniosa respuesta que me regaló mi amigo, ese «¿Bien o te cuento?» arriba mencionado y que tanto me ha hecho pensar. Tal vez alguno no haya calado el sentido último de esta interrogación trascendental. Su significado, para los que no han cogido la gracia, sería algo así como ‘me preguntas que qué tal: ¿quieres que te suelte la réplica habitual y nos despedimos, sin complicarnos la tarde, o de verdad estás interesado en saber cómo me trata la vida?’. Desde luego, semejante disyuntiva tiene sus bemoles y, en el fondo, y eso es lo que me interesa, revela en mi amigo una actitud de preocupación por la calidad de las relaciones humanas digna de alabanza.
Pienso que la mayoría de nosotros anhelamos que nos cuenten, es decir, que nos regalen los otros sus historias, no por pura y simple curiosidad, sino para poder acercarnos a ellos a través de un intercambio de impresiones de verdadera hondura. Del mismo modo, casi todos elegiríamos antes contar lo nuestro, lo que nos afecta o define, que limitarnos a rellenar el expediente mediante frases de repertorio. Pero, por desgracia, nos pasamos buena parte de nuestra historia ciñéndonos al guión preestablecido, con lo que la mayoría de nuestros encuentros y desencuentros con el prójimo transcurren por el terreno siempre yermo de la apatía y la superficialidad. Nos saludamos, compartimos palabras y gestos y, sin embargo, en último extremo, pocas veces nos tocamos el alma, apenas decimos lo que de verdad necesitamos soltar, aquello que nos escuece, nos estimula o, simplemente, nos rebosa: lo que, en conclusión, nos dice. «Bueno, y ¿qué tal», «Bien, ¿y tú?», «Pues bien, ya ves», «Pues qué bien», «Bien, bien».
Se necesitan menos «bien» y más «te cuento». La gente lo demanda a voz en grito, volcando buena parte de lo que escamotea a los demás en las teclas siempre mudas de un ordenador y en el interlocutor anónimo que se encuentra al otro lado de la línea; la obsesión por los teléfonos móviles es símbolo también de ese anhelo tan humano de permanecer en contacto, de estar a disposición para contar o para que cuenten con nosotros. Por poner otro caso llamativo de esta necesidad, recordemos que muchos de los programas de televisión en los que la gente, de forma aberrante, confundiendo en muchos casos el culo con las témporas, exhibe sus intimidades ante millones de espectadores, constituyen, en último extremo, patéticas pero clamorosas llamadas de atención, formas toscas de extraer y regalar, a fuerza de palabras, ese mineral valioso que todos producimos, nuestra identidad humana, y que muy pocas veces sabemos poner en manos de los otros.
¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué vivimos a contracorriente de nuestro propio deseo de comunicación? No tengo la respuesta: quizá nos hemos contagiado unos a otros la paranoia colectiva de creer que, en el terreno de la convivencia, nadie ansia lo que nosotros ambicionamos, ese alimento de sinceridad, comunión y encuentro real que sólo la relación auténtica con el otro puede proporcionarnos, cuando, en realidad, todos nos asemejamos más de lo que creemos en esa demanda perentoria. Puede ser también que la endiablada sucesión de actividades, compromisos y obligaciones que absorbe nuestro tiempo nos impida reposar la cabeza en el siempre confortable respaldo de una buena amistad con fundamento. Lo más temible sería que hubiéramos olvidado cómo se cuenta, es decir, que se hubieran atrofiado en nosotros los órganos que permiten el desvelamiento de nuestro misterio personal y, por tanto, del mayor de nuestros tesoros.
No desaproveches ninguna oportunidad para salir de ti, para expresarte. No te guardes aquello que necesita encontrar un destinatario amable donde resuene, donde adquiera razón de ser, donde se complete. Escoge a quienes mejor puedan, sepan y quieran escuchar esas palabras que pugnan en tu garganta por liberarte de su peso.
Cuenta, cuenta siempre: rehuye las frases hechas, los formularios, las palabras rituales y vacías. Sustitúyelas por aquellas que de verdad te dicen, aquellas que te realizan y te autentifican. Desnúdate de tu coraza, exponte, porque sólo el que arriesga, gana. Y, en justa contrapartida, escucha, escucha con todos tus sentidos al que necesita tu cálida atención. «¿Bien o te cuento?» «Cuéntame, por favor, que te escucho, que estoy deseando escucharte.»