Hastiados por el desencanto, abatidos, tristes, alicaídos…
Cada vez resulta más fácil hallar personas sumidas en la sórdida profundidad de sí mismas. Cansados de bregar con el día a día y tras quizá, haber degustado reiteradamente todo el menú de una carta de desengaños, se sienten sin fuerzas para afrontar con la ilusión necesaria, un día a día que a veces se antoja más escarpado que la cara norte del Annapurna.
Motivos no faltan. Es más, seguro que cada arruga de un triste rostro podría relatar una truculenta historia de decepción. Hay para todos los gustos: desengaños amorosos, sueños aplazados sine die, incomunicación, relaciones frustradas, seres perdidos, promesas incumplidas, deseos rotos, incomprensión, enfermedades imposibles, abruptos cambios de trazado… Mil y una vidas se resquebrajan cada día con microfisuras que no parecen poder pegarse ni con Super-Glue. Y así, la ilusión que otrora fue motor del ánimo, parece quedarse atascada, inválida, desvencijada… como sin pilas. Y las vidas se quedan ajadas, los rostros sempiternamente vacíos; presos de una zozobra de difícil remiendo. Pero, ante tamaña gravedad, ante semejante peso, ¿cómo seguir viviendo sin parecer la fotografía andante de un cadáver o la asimétrica fisonomía de un zombie?
Hace años, si escuchaba algún alma maltrecha pregonar que se hallaba "muerta en vida", mi reacción inmediata era intentar desoír lo que esos interlocutores balbuceaban a través de esas bocas inermes, pese a que realmente podían estar desconectados de cualquier ápice de vida; pues la simple idea de que hubiera gente con un sentimiento de destrucción tan potente me parecía, no sólo muy triste, sino altamente venenosa para el interior. No quería creer que existiera ese tormento. Ahora sé que existen, sé que hay muchas personas que desde que se levantan hasta que se acuestan -aunque lo más probable es que la noche tampoco les conceda descanso alguno- sienten su vida como un peso atroz con el que han de cargar a cuestas. Y sufren con un llanto interno y eterno. Algo así como ese susurro lastimero que en las películas de miedo solían adjudicar al fantasma del castillo abandonado; pero con la clara diferencia de que todos y cada uno de esos seres desesperados son reales.
Y ese dolor que les mortifica o bien es real, o al menos seguro que cada una de esas personas lo siente tan real como si su existencia hubiera decidido vivir sentada sobre el colchón de clavos de un fakir.
Entiendo que hay gente tan sola, tan cansada y tan desesperada que pueda pensar que no le importan a nadie en este mundo, pero probablemente, en muchos casos, no sea del todo cierto. Como recuerda Punset, aunque en otro contexto, "no todos vemos la misma realidad"; aunque imagino que este aserto le servirá de bien poco a quien se siente desdichado, al margen del grado de desdicha, o del grado de realidad del objeto o sujeto que le provoca esos penares.
Ante esta tesitura, probablemente la cuestión más importante –al menos para mí- es intentar recobrar ese sutil ingrediente que, pese a no parecerlo, es el motor de la vida. Como dice un buen amigo filósofo, "las grandes adhesiones conllevan grandes decepciones". Y en muchos casos, esa tristeza deriva de una decepción generada al constatar que las cosas no son como habíamos imaginado que serían y, de ahí, surge la incapacidad tanto de aceptar esa diferencia entre lo real y lo imaginado, como de reponerse a la decepción.
Así, esa ilusión que de pequeños permite ver y afrontar todo desde la perspectiva del vaso lleno o medio lleno, podría decirse que, a medida que crecemos tanto en edad como en experiencias, empieza a menguar y a palidecer, e incluso desaparece.
Pero al igual que en alguna fase de nuestra vida –normalmente niñez, adolescencia y/o juventud, donde la ilusión casi es puro derroche- a veces hemos de controlar para que un exceso de ilusión mal entendido no nos haga saltar por un barranco al pensar –al más puro estilo Ícaro- que nuestra ilusión por volar nos ayudará a mantenernos en el aire; del mismo modo, a partir de según qué experiencias –o sobre todo cuando veamos encenderse el piloto de reserva en el bidón de las ilusiones; deberíamos intentar plantar ilusiones nuevas, regarlas, abrazarlas y cuidarlas con mucho mimo, para garantizar que no la perderemos en un traspiés, dado en cualquiera de los muchos callejones mal iluminados que abundan por la vida.
Sin ánimo de ofrecer recetas de mercachifle, creo que la ilusión se halla, en primer lugar, dentro de cada uno. En muchas ocasiones, pese a parecer apagada, sólo está agazapada, que casi tiene las mismas letras pero no es lo mismo. Y aunque parezca extinta, basta una flor en primavera, una brisa en verano, un poema en otoño o un cálido beso en invierno, para que vuelva a lucir con fuerza. Eso sí, volver a sentir esa luz requiere animarse y no encerrarse en la idea de haber perdido la esperanza. Mas, como todo el mundo sabe: la esperanza es lo último que se pierde… Y además, se puede recuperar. Como si fuera una delicada planta, aprender a cultivar la ilusión es todo un arte y, por mucho que todo parezca perdido, siempre puedes volver a aprender: aprender a ilusionarte.
Javier Castañeda, Patologías Urbanas. La Vanguardia, 11 Mayo 2010