quemándome la carne hasta los huesos.»
Querido León Felipe:
No acierto a imaginarte como farmacéutico (o como boticario, que decían entonces), aunque por ahí fueron tus estudios y tu primera dedicación.
Tú eras poeta. Poeta de raza. Siempre a tu aire, la verdad, incluso en la autocrítica nada complaciente. Y eras poeta, no ya porque hubieras publicado catorce libros de versos. La poesía no se mide por kilos como se hace con los productos de fabricación en serie. No es un oficio, un proyecto, una conquista, sino un alma, un regalo, una inspiración. O sea, una realidad misteriosa que es preciso respetar: «No / quiero / estar / en el secreto / del arte nunca; / quiero / que el arte siempre / me guarde su secreto».
Tenías fuego, no hay duda. De lo contrario, ¿cómo llamar a quien podía volcarse entero en una oración como ésta: «Yo te veo, Señor, como un hierro encendido / quemándome la carne hasta los huesos.» ?
Pero quiero hacerte una pequeña confesión. He intentado seguir como un sabueso el rastro de tu biografía y lo primero que he descubierto es este mensaje: «Los grandes poetas no tienen biografía, tienen destino». ¿Hablabas de ti mismo? No lo creo; tú nunca te tuviste por grande: «Mi voz es opaca y sin brillo y vale poca cosa para reforzar un coro». Pero yo me he tomado en serio tu advertencia y me pregunto por tu destino sin saber exactamente el alcance de esta pregunta.
Enseguida me ha impresionado tu peripecia vital como actor de teatro en una compañía ambulante, con parada y fonda durante tres años en una cárcel, acusado de haber realizado un desfalco. La cosa no queda ahí: «He dormido en el estiércol de las cuadras, / en los bancos municipales, / he recostado mi cabeza en la soga de los mendigos / y me ha dado limosna -Dios se lo pague- / una prostituta callejera. / Si recordase su nombre lo dejaría escrito aquí orgullosamente / en este mismo verso endecasílabo…»
No inventas, ya lo sé. Por eso tu poesía tiene la marca de la autenticidad. Cuando escribes, por ejemplo: «El traje de lágrimas / lo he encontrado siempre cortado a mi medida», estás traduciendo literalmente tu experiencia. Por eso puedes añadir: «Soy hermano de todos los desterrados del mundo.» ¿Habrá que llamarte entonces desgraciado o, por lo menos, derrotista? No seré yo quien lo haga. Naciste un Viernes Santo (1884) y tu vida tuvo mucho de pasión y de muerte.
Es verdad. Pero si continúo avanzando puedo encontrarme con esta revelación: «Me sepultaron vivo / y escapé de la tumba». O sea, que también tienes mucho de resucitado: ¡Escapaste de la tumba! Viéndote, he conocido al hombre que en sus mejores años sueña, llora, está a punto de hundirse… Y te he sorprendido luego despertando con una fiebre que te empujaba a escribir tus «Versos y Oraciones de Caminante».
Hasta ahí habías sido Felipe Camino. En adelante cambiarás de nombre y, sin renunciar a tu identidad, te llamarás León: León Felipe. El nuevo nombre ¿es un capricho o una profecía? (el apellido quedará olvidado en los libros de actas oficiales). En fin, será ya León Felipe quien estrene una nueva andadura por EE UU, México, Panamá, España, como estudiante, traductor, profesor y poeta. Sobre todo poeta. Y poeta religioso. Esta es una intuición para quien te lea a ti (al poeta más que el poema), y es sobre todo una revelación que sólo podías hacer tú mismo.
No es frecuente que un poeta llegue a hablar tan descarnadamente como tú lo haces, para dejarnos su testamento poético-espiritual. Camilo José Cela te había pedido que le dijeses algo de tu poesía. Y este es el pretexto que aprovechas para desnudar tu alma aquel 29 de abril de 1959:
«Me gustaría decirle a alguien, a usted, por ejemplo, con la solemne sinceridad de un moribundo, que mi poesía, salvo los momentos religiosos que tienen un aliento de plegaria, la rompería, la quemaría toda. (…) Estoy avergonzado de haber escrito la mayoría de mis versos. (…) He tenido una voz irritable, irritante y salvaje sin freno y sin medida, y sólo en algunos momentos, muy pocos, he sabido rezar. La poesía no es más que oración. Ahora, como cuando escribí mi primer libro, creo que no es más que oración. Oración fervorosa. O piadosa y reposada. Aquel mi primer libro se llamaba ‘Versos y oraciones de caminante’».
¿Era lícito pedir más?: «Tres o cuatro poemas de ese libro y estos últimos que me ha publicado usted en sus Papeles son lo único que yo salvaría. Quedará menos… una gotita de rocío diluida, perdida, anónima en el gran río de las canciones eternas… Y ya es mucho… No espero más». Esta página ¿es de León Felipe o de Agustín de Hipona? El mejor comentario será la trascripción de uno de esos poemas recuperables, que ya vive en la memoria del pueblo.:
«Hazme una cruz sencilla, / carpintero… / sin añadidos / ni ornamentos… / que se vean desnudo / los maderos, / desnudos / / y decididamente rectos: / los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos… / que no haya un solo adorno / que distraiga ese gesto: / ese equilibrio humano / de los dos mandamientos… / Sencilla, sencilla… / Hazme una cruz sencilla, carpintero.»
¿Que cómo nació este poema? «Un día, Carlos Arruza [el gran torero], mi sobrino, cuando vio que no tenía cruz que presidiera mi lecho, me regaló una cruz preciosa y de gran valor, con un Cristo delante». (El poeta se la agradeció en el alma, pero se la devolvió: él quería otra cosa): «Mandé hacer a mi amigo el carpintero Ernesto una cruz lisa y sin efigie (…). De esta cruz es de donde yo tengo colgado este poema, esta piedra».
Nada más, viejo y cansado León, poeta religioso. Tu oración sólo admite un marco de silencio.