Cuando en 1952 Pedro Casaldáliga fue ordenado presbítero en Barcelona sobre el césped olímpico del Estadio de Montjuich, no muy lejos (en Vic) yo era novicio claretiano. Es decir, era un «novato» que ignoraba lo que Pedro Casaldáliga llevaba dentro de sí a esa ordenación como misionero claretiano. Él iba ocho años por delante, todo el tiempo de su formación inicial vivido apasionadamente.
Doce años después, la obediencia me juntó a Pedro en la comunidad de escritores claretianos de la calle Buen Suceso de Madrid. Desde entonces, la fraternidad en el carisma se nos hizo amistad compartiendo oración y misión, trabajo y horizontes, en aquellos venturosos años del Concilio Vaticano II.
Tal como yo veía a Pedro ser «misionero claretiano» (tan fiel y tan libre, aficionado a leer buenos libros, excelente comunicador y apasionadamente feliz en sus apostolados) siempre pensé que eso se le habría gestado a él en sus años de formación en Catalunya. Y en eso me confirmó con creces, casi treinta años después, la investigación que tuve que hacer sobre la vocación de Pedro, su formación inicial y sus primeros años de vida apostólica (*).
Hay personas que han llegado a ser y son, lo que desde niños desearon intensamente ser. Y así es Pedro. Por eso, para evocar su identidad de «misionero claretiano», debo comenzar contando, en versión breve, algunos testimonios de los testigos cercanos de su vocación y de su formación, sumándoles la «confesión» que el mismo Pedro me ha hecho de aquellas vivencias suyas. Al oírlo, al leerlo, cualquiera se da cuenta de que es indispensable y suficiente saber eso, para conocer qué clase de «misionero claretiano» es Pedro Casaldáliga.
«Somos vocación de vocaciones»
La vocación se le gestó a Pedro Casaldáliga en su infancia, y le nació en el asombro de la preadolescencia en Balsareny, provincia de Barcelona, durante los años de la guerra civil española (1936-1939).
El 16 de febrero de 1928 había nacido Pedro en Balsareny, que está a solo tres kilómetros de Sallent, la villa natal del fundador de los misioneros claretianos, Antonio María Claret. Los hermanos de Pedro, José, María y Carmen, y Dolores la esposa de José, me contaron en pocas palabras sus recuerdos del origen de la vocación de Pedro:
«Los dos éramos monaguillos», dice el hermano mayor. «Fuimos primero al parvulario de las Hermanas Dominicas, y después a la Escuela Parroquial».
«Pero prohibieron la Escuela Parroquial cuando estalló la guerra», añade María.
«La comarca quedó en zona roja y las monjas tuvieron que huir, yo las acompañé», José de nuevo. «Sólo se podía ir a la escuela mixta y atea, y nosotros nos quedamos en casa. A Pedro le gustaba recorrer lugares con primos y amigos. En carácter y aficiones éramos diferentes; el pare era tratante, y yo enseguida a las ovejas; Pedro andaba rodeado de niños, con juegos y haciendo teatro, pero ayudaba en casa».
De los ocho años a los once, Pedro se confesaba en establos y galerías, y ayudaba misas clandestinas porque los sacerdotes tenían que esconderse.
«Mataron a varios sacerdotes en la comarca», siguen contando sus hermanos.
«A un tío carnal nuestro, que era vicario de la parroquia de Calad, mosén Lluís Plá Rosell, lo mataron muy joven, de treinta y cinco años».
«Y Pedro se dio cuenta, ¡claro!, perfecta cuenta se dio; en casa lo vivimos mucho eso, era hermano de la mare», insisten las tres mujeres. «Lo fusilaron a él y a dos compañeros sacerdotes cerca de Suria. Los detuvieron ya muy cerca de la masía adonde iban a esconderse, y los mataron a tiros. En cuanto terminó la guerra, lo trajeron a enterrar aquí en Balsareny. Y Pedro estuvo muy atento a eso».
«Ocho años tenía Pedro cuando mataron al tío el año 36, y once años cuando lo enterraron aquí en Balsareny».
«Ya después de la guerra, Pedro dijo a la mare que él quería ser sacerdote. Un sábado se echó al cuello de la mare y rompió a llorar para decirle: ¡vull ser capellà, mare!»
Ante esos recuerdos de sus hermanos, Pedro me dijo en Sâo Félix, distanciado y cercano: -«Mi familia eran todo lo católicos que se pueda pensar de aquellos tiempos y en una ancestral Catalunya pagesa (rural). La eclesialidad que marcó mi infancia, y que quizás me hizo sacerdote, fue el contacto con los sacerdotes de mi pueblo, con los coadjutores sobre todo; el coadjutor era el cura de los niños, el de la catequesis, el de la escuela, el de los paseos, el de los coros y los teatros, el de las confidencias de puntillas. Una verdadera amistad de niño, en un clima de confianza total y hasta de ternura.» «Y las Hermanas Dominicas y las Hermanas Josefinas. Sus capillas. Sus fiestas. Sus consejos alados entre sonrisas y tocas y dulces.»
«Somos vocación de vocaciones.»
«Ciertos libros de piedad infantil; unos folletos misioneros; y ya algunos santos más familiares. De aquellos capullos, diría el Padre Claret, han podido nacer estas rosas.»
«Mis tías, tan rezadoras y con sus misas de madrugada. Y mi tío el mártir, mosén Lluís. Su martirio tuvimos que vivirlo primero en el silencio, en la clandestinidad de la represión; después llegaron a mi pueblo sus restos ya gloriosos, sí. Ese martirio que yo acompañé prematuramente, me ha marcado para siempre.»
«A pesar de todo, no quería ser cura. Y varias veces corté las insistencias de mi abuela Francisca. Y sin embargo… donde hay una abuela allí está Dios. Dios y ella y mosén Lluís y esos curas me hicieron sacerdote. No sabría decir cuándo rompió la llamada decisiva, pero puedo decir que fue irreversible.»
«La Iglesia de nuestra infancia es la Iglesia de toda nuestra vida»
A sus doce años, se fue Pedro al Seminario Menor de la diócesis de Vic. Y un día de aquel mismo año, escribió a su familia una carta que les sorprendió. Les decía literalmente: «Gran noticia tengo que deciros y es que quiero ser misionero del Corazón de María; ya lo he pensado y lo he pedido en la Sagrada Comunión, y veo que es la voluntad de Dios. No digáis que no, ya he hablado con los Padres y lo he arreglado todo…».
«Él ya lo tenía todo hecho», me comentaron sus hermanos. «Vino de vacacaciones, y la mare a prepararle la ropa y las cosas que tenía que llevar a los Misioneros. Pedro siempre fue así, decidido, lo que se proponía lo lograba.» Se le iba abriendo la rosa de su vocación; ahora, «misionero del Corazón de María», misionero claretiano. Cerca de Balsareny, en Manresa, logré un testimonio que ilumina ese giro de la vocación de Pedro. Ramón Mata Centellas fue uno de los compañeros cercanos a Pedro en aquel primer año del Seminario Menor de Vic, y llegó a ser presbítero diocesano. Cuando yo recogía estos testimonios, él era párroco en Manresa. Fui a verlo y me dijo:
«Del Pére Casaldáliga recuerdo que era muy afable con todos en el Seminario, y que en ese primer año él decidió irse a los Misioneros. Un caso único. Mucho tiempo después nos vimos en Sabadell, ya los dos sacerdotes, y estuvimos conversando. Y cuando años después supe por las noticias que en el Mato Grosso del Brasil el obispo Casaldáliga estaba amenazado de muerte, yo pensé: ‘igual que de pequeño’. Y entonces se me grabó de manera imborrable el recuerdo más nítido que yo conservo de Casaldáliga en aquel año del Seminario. El recuerdo es que cuando en el Seminario salíamos de paseo los jueves por la tarde, íbamos a un bosque. A la mayoría de nosotros nos gustaba jugar al fútbol, pero al Pére Casadáliga le gustaba jugar a mártires. Se perseguían, se ataban a un árbol, se azotaban… ‘¿Quién quiere jugar a mártires?’, gritaba el Pére».
En Sâo Félix, Pedro esclareció ese testimonio de su antiguo compañero y su primer deseo de ser misionero: -«Curtiendo la primeriza vocación, sí. Jugábamos a misioneros y a mártires, no por jugar. Llevábamos los mártires dentro. Acabábamos de vivir en la familia una intensa era martirial. Y la iglesia de nuestra infancia es la Iglesia de toda nuestra vida.»
«El paso de seminarista diocesano a seminarista misionero me resultó normal. Yo venía de Balsareny, a tres kilómetros del Sallent claretiano. Y en Vic visitamos más de una vez el sepulcro de San Antonio María Claret. Ahí se fraguó mi vocación de misionero Hijo del Corazón de María. Durante la guerra, acompañé muchas veces por las masías de Suria al padre Pedro Bartrans, custodio de las reliquias del Santo Claret. Iba disfrazado con un enorme bigote que le escondía su condición de sacerdote, y ya había salvado el pellejo milagrosamente lanzándose a correr carretera abajo entre los disparos impotentes de los milicianos. Yo le ayudé muchas veces a misa, y aquel clima de catacumbas y el testimonio del padre Bertrans decidieron también, sin duda, mi vocación claretiana».
Hay que añadir algo que se le despertó también a Pedro por entonces, y que crecería en él como una esencial dimensión de su personalidad y de su vocación, marcando su forma de ver y de vivir todo en la vida, la realidad histórica, la fe y la misión, su amor al Dios de Jesús y a los hombres y mujeres hermanos. Algo que definiría su manera de hablar y escribir como «misionero claretiano», servidor de la Palabra de Dios. En aquel año del Seminario Menor Diocesano de la Gleba de Vic, Casaldáliga escribió sus primeros versos; y cuando volvió de vacaciones, les dijo en casa con tanta seriedad como entusiasmo: «Yo seré poeta».
Ser misionero-poeta era el sueño que encandilaba a Pedro en aquel verano de 1941, a sus 13 años de edad. Y el 22 de agosto, fiesta del Corazón de María, escribió una carta al padre Bertrans en la que contaba los días que le faltaban para «entrar a los Misioneros del Corazón de María», y enumeraba los chicos que podrían ir con él.
«En aquel escenario, aspirar al martirio era connatural a un apasionado aspirante a misionero»
Pedro vivió su primera etapa de formación en los Seminarios Menores Claretianos de Alagón (Zaragoza) y Barbastro (Huesca) estudiando Humanidades. Sus compañeros de entonces se acuerdan de la pobreza y del hambre de la posguerra, como del «pan de cada día» en aquellos años. -«Nuestra vida era muy austera, pero vivíamos felices. Casaldáliga se acopló muy bien a la disciplina de nuestros Seminarios, con un espíritu de cierta libertad; él era sumiso pero no servil» (Eduardo Canals).
«Éramos 109 de todas las edades, una gran mezcla, y los había muy rústicos, agrestes. Pedro era de los que no molestan, de los que hacen la cosa agradable. Era poeta ya antes de hacer versos. Ese aspecto amable hizo que en la representación de un auto sacramental de Calderón de la Barca, le dieran a él el papel de alma» (Manuel Casanoves).
«La mayoría teníamos entre 11 y l4 años, y jugábamos a fútbol en los recreos y en los paseos. Pero no había espacio para todos, por eso, los mayores fútbol, y los pequeños jugábamos a indios y misioneros por los campos; y en este juego destacaba Casaldáliga. Lo suyo siempre fue la misión y estar en vanguardia, y era muy expresivo su papel de misionero en los juegos de Alagón» (Jesús Aspa).
Hubo un grupo grande de seminaristas claretianos teólogos, que se trasladaron de Cervera a Barbastro en 1936 con su formador y sus profesores, para vivir y estudiar allí, pero enseguida los encarcelaron y los mataron los ‘milicianos rojos’. Los fueron fusilando por grupos, hasta el número de 51, durante el mes de agosto en los mismos días en que ellos renovaban sus votos. Murieron agradeciendo su vocación y ofreciendo su vida por «la clase obrera», perdonando y cantando al Corazón de María y a Jesús misionero.
Y comenta el padre Jesús Aspa: -«Casaldáliga demostraba en Barbastro (en 1943) tener ya un gran ideal, y se impregnó mucho de la espiritualidad del martirio. Los mártires ambientaban toda nuestra vida. En el día de retiro íbamos al lugar donde los mataron y un seminarista echaba un discursito: ‘ellos fueron mártires de sangre, nosotros podremos serlo también, pero todos hemos de ser ya mártires cada día en la misión y en el cumplimiento del deber…’ El recuerdo de los mártires estaba muy reciente, y vivir en la misma casa donde ellos vivían cuando los detuvieron y los mataron, creaba una atmósfera que nos envolvía. Cantábamos los mismos cantos que ellos cantaron camino de la muerte, ‘Oh María, lucero bendito’, ‘Jesús ya sabes, soy tu soldado…’ Casaldáliga sobresalía por su entusiasmo en esto y en todas las cosas. En la revista en que nos ejercitábamos escribiendo, él llevaba la sección litúrgica y escribía poesía; además participaba en organizar la liturgia, en la Comisión Misional y en la Recreativa, por su sensibilidad. No era tímido, era de los primeros en tener iniciativas, hacer proyectos, realizar cosas; muy movido. Y era muy fiel.»
«Era alegre y serio, con una personalidad que destacaba en la literatura y en una espiritualidad honda muy mariana y martirial» (Eduardo Canals).
El formador de Pedro en Barbastro, Domingo Payás, me decía con lucidez de memoria a sus 80 años: -«Casaldáliga era entonces un chico piadoso y aplicado, muy dócil y sincero. Comunicativo con sus compañeros y querido por todos. Los ideales que les inculcábamos los formadores eran la santificación propia y el apostolado, y la devoción cordimariana. Influían mucho en ellos los mártires; yo los llevaba en los retiros a los lugares de su martirio y eso les impresionaba mucho.»
En Sâo Félix do Araguaia, Pedro recordaba así esa primera etapa de su formación misionera: -«Aquellos Seminarios Menores no eran así tan menores. Nos hacían prematuramente adultos, por la disciplina y el estudio, por la seriedad en la devoción y en la obediencia. Nos fraguaban. Yo agradezco, sinceramente, la infraestructura espiritual que aquellos años -no ideales en todos los aspectos- nos proporcionaban. Ser misionero, ser y hacer Iglesia, exigía la totalidad de la vida. Oigo decir y veo por ahí que los Seminarios actuales -más ideales en otras cosas- forjan menos. Dicen que estas generaciones vienen del yogur y van a las discotecas. No siempre será así, hágase justicia a la ‘otra’ juventud actual. En todo caso, nosotros, sin ningún mérito, veníamos de la guerra y queríamos ir al martirio.» «Una cierta contabilidad interior, muy ignaciana; el fervor mariano hasta la exaltación; el ideal mayor del Apostolado, insistente en los ojos; el estudio profundo de las Humanidades; y el primer borbotar de la poesía, fueron modelando la personalidad para el ministerio. Y aquel clima martirial me lo sellaba todo definitivamente. La historia dice que en los primeros tiempos de nuestra fe, ser cristiano y ser mártir eran sinónimos. En aquel escenario de Barbastro y entre aquellas compañías, pedir el martirio y aspirar a él era connatural a un apasionado aspirante a misionero.»
De «apasionado aspirante a misionero» eran las cartas que aquel Casaldáliga de los 13 a los 16 años escribía a su familia desde los Seminarios de Alagón y Babastro. En sus cartas no se muestra nunca triste o aburrido, siempre suelto, alegre, bromista, muy centrado y decidido. En los cumpleaños de sus familiares, incluía en las cartas breves poemas dedicados. Siempre da saludos para mucha gente, para el párroco, los vicarios, las monjas. Desde Barbastro recuerda mucho a su tío mártir. Pero lo más llamativo de sus cartas es el volumen de los consejos espirituales que prodiga a la familia entera y a cada uno de sus hermanos. Se erige en misionero de la familia por carta, y así se despide en catalán: «us estima de cor, el vostre fill y germá missioner». Veo en esto el despertar de la convicción y el arte que Pedro ha cultivado siempre para comunicar el evangelio por carta. Dice que sabe por experiencia propia y ajena, que «con frecuencia Dios habla por carta».
Las cartas disminuyeron en el año de Noviciado. Se lo avisó a su familia con esta frase: «Ahora que soy más de Dios, ya soy más de ustedes». Pedro entró en su silencioso año de Noviciado en Vic, el 7 de setiembre de 1944; e hizo la profesión de sus primeros votos el 8 de setiembre de 1945. Allí cumplio 17 años; y cuando ya cumplía 64 en Sâo Félix, lo recordaba así:
«Fue aquel tipo de Noviciados que hoy se calificarían de semimedievales. Nos enteramos, por ejemplo, del final de la guerra mundial bastantes días después. Y sin embargo, en aquel año cerrado y tenso e intenso, yo descubrí en la lectura de Teresa de Lisieux a Dios como Padre y su voluntad salvífica universal. Después uno se sonríe, pero sigue agradeciendo aquel arranque juvenil inicial, que nunca ya ha querido rechazar. Hicimos el noviciado junto al sepulcro del Fundador Claret, y fue un noviciado misionero. No iríamos a una clausura, iríamos a evangelizar al mundo. Ahora, en la distancia, siento que la visión y la pasión de la Iglesia y su causa han llenado todos los años de formación y han justificado todas las esperas y renuncias. Soñé, incluso, en ser trapense o cartujo; pero, era la Misión, el Apostolado, mi destino y mi obsesión.» «Casaldáliga es una llama que se parece a la zarza inconsumible»
En Solsona (Lérida) el Filosofado claretiano era un edificio largo, alto y frío, a merced de los vientos en la soledad sonora de los pinares, al pie de la elevada ermita de la Virgen de Castellvell. Ahí estudió Pedro tres años de filosofía, de 1945 a 1948. Para la teología, descendería al suelo mediterráneo de Valls, a 20 kilómetros de Tarragona, entre avellanos, olivos y algarrobos.
En sus cartas seguía contando a la familia su ideal y su estado de ánimo: «Rezad por mí pidiendo que sea un santo misionero: es la única ilusión digna, la única que me enciende el corazón. Soy feliz» (Solsona, 20 de diciembre de 1947). Y en el día de su profesión perpetua: «¡Ya perpetuamente Misionero Hijo del Corazón de María: no cambiaría un hilo de mi sotana por todos los galones de la tierra!» (Valls, 23 de abril de 1949).
Varios compañeros de aquellos años, recuerdan a Casaldáliga en esos dos escenarios de la última etapa de su formación inicial:
«En los tres años de filosofía, Casaldáliga fue un hombre dinámico, organizador, alegre. Era de los que dinamizaban el Seminario. Pertenecía a la Comisión de Festejos, y tenía afición a escribir poemas; me preguntó si conocía alguna revista para publicar poesías en catalán. Y cosechó fama de fervoroso, sobre todo de ‘mariano’; la visita a los santuarios era una fiebre, a Castellevell subían continuamente, todas las tardes. Había estudiantes que daban tumbos cambiando de año en año, pero Pedro se mantenía siempre entregado, aplicado, piadoso, jovial» (Manuel Casanoves).
Fernando Sebastián (arzobispo emérito de Pamplona y Tudela, antes Rector de la Universidad Pontificia de Salamanca) fue uno de los compañeros con quien más compartió entonces Pedro: -«En filosofía lo recuerdo muy piadoso y muy mortificado. En teología, su gran sensibilidad artística. Siempre, la piedad mariana. Trabajábamos juntos en varias revistas del Teologado: Testimonio, mecanografiada (la figura del Padre Fundador, las fuentes de su doctrina…) Barandilla, mural. El Cuerno, familiar y de humor. Formábamos parte de un grupo muy activo, ‘Jarca’, y de un grupo de compromiso, ‘Palabra y Acción’, para vivir y renovar el espíritu de Claret.»
«En los últimos años de teología vivimos la canonización de nuestro Fundador. Empiezan entonces los estudios del carisma claretiano y se despierta en nosotros una voluntad muy generosa de renovación de la Congregación. Es la hora de los movimientos que preparan el Vaticano II; los años 50. Los diálogos de Pío XII con los profesionales, las encíclicas, el movimiento litúrgico, las fuentes bíblicas y patrísticas, la inquietud social; barruntando y soñando un Vaticano II. Y ahí nosotros buscábamos el futuro de la Congregación. En todo eso arraiga y se consolida mucho la personalidad espiritual y apostólica de Pedro Casadáliga. Su piedad y su austeridad, y lo que es característico de su temperamento, su tozudez apostólica».
Otros recuerdan más de Pedro su cualidad de poeta. Así, el padre Mariano Molina, que llegó a intimar bastante con él: – «Casaldáliga era un hombre muy sensible y muy espiritual, y él daba cauce a su sensibilidad y a su espiritualidad en la poesía; como catalán, le gustaba leer poesía catalana. Vibraba espiritualmente a través de la poesía. Y eso me atrajo a mí. Vivíamos muy metidos en el estudio, y éramos de gran serenidad y equilibrio aun siendo poetas. Casaldáliga era piadoso con piedad muy honda. Apenas teníamos salidas de actividad apostólica, el estudio, la oración y la formación lo dominaban todo: llenarnos, para después dar… Pedro Casaldáliga ya era entonces como es ahora, dentro del marco y los cauces de entonces».
Los recuerdos de Josep Casas Girabal, otro de los cercanos a Pedro en el Teologado, tienen esta fuerza: -«Pedro Casaldáliga era un hombre contagioso que nos dio vitalmente una consigna, una clave: el optimismo sobrenatural operante. El ya era un rebelde contra ciertos aspectos del ‘orden establecido’. Era muy dócil y muy fiel, pero tenía impulso carismático y participó en algunas iniciativas para ideas innovadoras a espaldas del formador. Hubo un movimiento algo clandestino en el Teologado; Sebastián, yo, Arenas, los Blanco, Casaldáliga… y el elemento catalítico era Pedro. Teníamos una revista, y nos pasábamos la noche en vela para hacerla, no sé si con permiso o sin permiso; Casaldáliga ponía el alma y la carne, el trabajo de mecanografiarla; yo escribía artículos sobre la eucaristía, Pedro me los pasaba a máquina y estaba fascinado. Es un hombre sin envidia ni celos. Un hombre que es como el fermento, que a mí me estimulaba muchísimo. Él era poeta. Yo hacía poesía, él hacía poesía y era el poeta. Muy sincero. Idealista, siempre ha sido; a veces caerá en cierta ingenuidad. Y me da la impresión de que Pedro sigue siendo lo que era. Él es una llama que se parece a la zarza inconsumible.»
Era importante recoger los recuerdos que tenían de Pedro sus formadores en las dos últimas etapas de la formación inicial. El padre José Solé Romá fue una institución formando a generaciones de claretianos provenientes de Catalunya, Aragón, Navarra, Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia. Lo encontré, a sus 79 años, con un dolor permanente incurable y asumido. «Me preparo para la eternidad», me dijo; y murió pocos meses después, pero, me habló largo de Casaldáliga sin medir dolor ni tiempo; primero, del estudiante de filosofía y de teología:
«En filosofía, siendo tan privilegiado, Casaldáliga era sencillísimo. Es poco todo lo que diga de su época de filosofía en Solsona. Muy creativo. Poeta catalán y poeta castellano, insuperable. Como conducta espiritual, modelo; en piedad, en sencillez… un ángel. Un ángel en todo. Adictísimo. Siempre disponible. Todo lo bueno que tiene hoy ya lo tenía. En Solsona vivió aplicado a la vida de cocultamiento, pero en Valls tomó un poquito el aire de la publicidad. En Valls le noté como la alegría que da el ser aplaudido».
Dos compañeros de Pedro recuerdan algo sobre eso: -«Me pareció ver que Pedro estaba un poco en contra de nuestro formador Solé Romá, o el padre Solé en contra de él. El padre Viñas era más abierto y con él había más amplitud, más apertura apostólica» (Alfredo Mª Pérez). -«En teología Casaldáliga fue director de la revista Hogar Claretiano, y yo fui subdirector. El hecho de ser responsables de esa revista impresa que se enviaba por correo a las familias y amigos de los claretianos, nos obligaba a salir del Teologado y a viajar alguna vez a Barcelona, y esto al formador Solé Romá no le sentaba bien» (Eduardo Canals).
José Mª Viñas fue formador de los teólogos en Valls con 29 años y su sensibilidad de artista y escritor. Estudioso de Claret, se hizo uno de los mayores expertos del carisma claretiano. Me comentó: -«Pedro era muy austero; y estamos hablando de la austeridad de una persona muy delicada. Era muy mariano, muy cordimariano. Pero a mí lo que más me llamaba la atención en Pedro era su deseo del martirio. Lo tenía muy claro. Se veía en todo, también en sus escritos para la revista Testimonio. Era constante su preocupación martirial. Va en la línea psicológica y espiritual de Pedro, inconforme y radical; de estudiante ya se veía eso en muchas cosas. Como que tuviera vocación de mártir.»
Al escuchar esos recuerdos de sus compañeros y formadores en filosofía y teología, Pedro empalmó así con ellos: -«El Filosofado prolongaba el Noviciado, pero ya haciéndose uno más adulto, así como en el Teologado se hacía uno más crítico y libre. Aun dentro de los esquemas de aquella formación bastante cerrada sobre sí misma, el padre Solé, nuestro austerísimo y santo ‘prefecto’, nos abría ventanas al mundo a través del periódico o de ciertas revistas eclesiales. Y él nos abrió los secretos del apóstol Pablo. Luego, los estudios teológicos y la figura amablemente carismática del padre Viñas, nos hicieron abiertos a las grandes causas del Apostolado y nos confirmaban en la corresponsabilidad congregacional y eclesial. Aquella era ya la Iglesia del preconcilio. Figuras teológicas y pastorales, artículos y libros, estremecían con viento de Pentecostés las naves de la Iglesia.»
«Realmente, ya escribía mucho yo. Y la poesía fue un primer amor, un amor prematuro, un definitivo amor. Por las restricciones con que la encaraban algunos formadores y por mis escrúpulos mal superados, pensé renunciar a ella en un abrupto celibato existencial. Ni Dios, que es Poesía, ni yo, que sigo siendo yo, lo permitimos, y acabaré siendo poeta para siempre. Posiblemente desde siempre, escribir ha sido para mí una necesidad vital.»
«En el último año de teología nos acercábamos al altar. Uno se sentía destinado al sacerdocio ministerial, llamado a la Misión. La eucaristía se iba haciendo un eje vital. La devoción mariana ya era también teología. Nuestro profesor padre Franquesa nos desveló para otra lectura de la Biblia. Y crecía a borbotones el celo apostólico. Uno planeaba sus apostolados específicos: la pluma, la juventud… y siempre las Misiones. ¡Las benditas Misiones que yo pedía con machacona insistencia a Dios y a los superiores, y por las que habría de esperar hasta los redondos 40!»
«Esta evocación me lleva al día y al lugar en que fui ordenado sacerdote. Montjuich. Fue una verdadera olimpiada aquella nuestra ordenación sacerdotal de unos 900 muchachos venidos de todo el mundo. 31 de mayo de 1952, Vigilia de Pentecostés en el Congreso Eucarístico Internacional. En un salmo escribí lo que yo sentí y lo que pretendía en aquella hora. El mar eran las Misiones, el Universo.»
«Ahora, a distancia y con la crítica y autocrítica justificadas, sigo defendiendo una formación apasionante, la visión universal de la Misión desde el primer Seminario, la Iglesia desde la Congregación o desde las Iglesias, el Reino desde la Iglesia.»
En sus cartas de entonces a la familia, les dejó caer este aviso : «Espero que no querréis tener un hijo y un hermano misionero a medias». Les decía que podría ir a Japón, a China, a África o a América. «Por ahora no nos dejan ir a Rusia, con el tiempo si Dios quiere.»
«Todos los apostolados posibles, y el alma de todo apostolado era la oración»
El mapa de los primeros pasos apostólicos de Pedro misionero-presbítero, se lo trazaba la obediencia y él lo llenaba con su desmedida intensidad apasionada. Sabadell, Barcelona, Barbastro y Madrid, fueron sus ‘destinos’ entre 1952 y 1968, con un paréntesis de impacto en África.
Sabadell, provincia de Barcelona, fue «un destino provisional» que duró seis densos años: -«El Sabadell de las clases a niños» (recuerda Pedro) «del confesonario angustiante, de la dirección espiritual prematura, de los antiguos Congregantes Marianos y de los novísimos y excomulgados Cursillos de Cristiandad. El Sabadell también de las fábricas y las barracas, de los muchachos aprendices, del mundo obrero, de la inmigración, del tinglado de las colocaciones laborales y los pisos. Y el Sabadell del primer apostolado de la pluma en la revista Euforia que murió rebelde a los ocho números, y aquellos programazos de Radio escritos a las dos de la madrugada en la sacristía sigilosa. Aquella soledad de sacerdote joven; y aquella voluntad ciega de reformar el Instituto, la Iglesia, el Mundo.»
Antiguos cursillistas, varones y mujeres, y otras personas a quienes Pedro acompañó espiritualmente, me dieron abundantes recuerdos sobre Pedro en Sabadell:
«Era profesor en el Colegio por obediencia, pero su espíritu y su ilusión estaban en los apostolados que ejercía después de ocho horas diarias de clase. Y hasta cuando daba clase a los niños de 8 a 10 años, Casaldáliga estaba como en Misiones» (Joan Monrás).
«Después de tener clases todo el día, en la noche nos venía a la Congregación Mariana. ‘Así no durará usted mucho’, le dije. ‘Pero habré vivido el doble’, me respondió él. En la dirección espiritual tenía cola. Gente de todas clases, de izquierdas y derechas. Siempre atendía a cualquiera, y su trato era singular» (Manuel Tortajada).
«Pedro estuvo en Sabadell en el tiempo de la exageración apostólica y del escándalo de los Cursillos de Cristiandad. Había un tipo de gente de Iglesia en Sabadell, de asociaciones, que iban a Cursillos atraídos por el impacto de la vivencia. Había una pesca enorme y la Iglesia no tenía cestos para esos peces. Íbamos nosotros hasta las casas de prostitución, a sacarlos para que los confesara el padre Casaldáliga. Por las noches, cerradas ya las puertas del convento, los confesaba por la ventana que daba a la plaza. Nosotros le llevábamos personas a confesar, abría la ventana y ahí las confesaba. Él daba enorme importancia a la ‘Gracia’. Por atender las confesiones, muchas noches no cenaba. Una de las cosas propias de él es que siempre estaba ocupado, pero siempre estaba para ti todo el tiempo necesario sin mostrar ninguna prisa. (Josep Forns).
«Fue mi confesor durante tres años. Formábamos siempre una larga fila ante su confesonario. Era un sacerdote joven en el que desde el primer contacto veías un gran espíritu» (Lluís Casañas).
«Una cosa me impresionaba sobre todo a mí del padre Casaldáliga y me impresiona ahora de Pedro. Que es tierno. Es tierno con los hombres, las mujeres, los niños, los jóvenes y los viejos, con todos, con los de izquierdas y los de derechas, y con los que no piensan como él y no lo ven bien. Es una persona con ternura.» (Rosa María de Monrás).
«Recuerdo muy bien lo que una vez me dijo Casaldáliga en una conversación: ‘toda mi vida he pedido tres gracias: ser joven, ser misionero y ser mártir’. (Joseph Forns). Y este revelador testimonio del padre Josep Casas Girabal: – «Me mandaron a Sabadell a sustituir a Pedro. En el Colegio, ningún problema. Pero querían que lo sustituyese también en el apostolado, y eso fue terrible. Con los Cursillos ni lo intenté; con la HOAC lo intenté, pero yo no era Pedro. Ahí comprendí bien hasta qué punto Pedro es un hombre de acción, y que, en la acción como en la contemplación, Pedro va hasta el fondo.»
En 1958 trasladaron a Pedro de Sabadell a Barcelona, para dirigir las Juventudes Cordimarianas en una comunidad grande y compleja, con Curia Provincial, un gran Santuario, un Colegio enorme, numerosas capellanías y varios predicadores itinerantes. Ahí estaba abierto el «Casal de las Juventudes». Resumo dos testimonio muy importantes sobre Pedro en ese apostolado:
El padre Solé Romá, que antes fue formador de Pedro, era el superior de esa comunidad de Barcelona y me dijo con gran sinceridad: -«En Barcelona el padre Casaldáliga se dejaba llevar del corazón hacia todas las miserias, jóvenes, obreros, delincuentes, vagabundos… y no tenía horario. En eso topamos. El no quería cortar y tampoco quería dejar de ir a la meditación a las cinco de la mañana. Se dormía, pero iba. Yo pensaba que a las diez de la noche los muchachos ya estaban servidos; pero él, ni a las diez, ni a las once… No pude con su carisma. Él ya tenía la entrega que ahora vive, y en el ambiente y la mentalidad que teníamos entonces, eso no cabía. Era antes del Concilio. En eso quizás yo resbalé cuando le dije: ‘sálveme la meditación’. A estas horas, eso es un disparate disciplinar. Entonces no sé qué era… Pedro no mide la entrega. Metió en su Casal gente de toda condición. No digo que sea contra el Espíritu Santo, sino que no estábamos preparados. No estábamos en el mismo horizonte.»
No dudaba del carisma misionero de Pedro, su antiguo formador: -» De las críticas que le hacen algunos, yo no tengo dudas de su piedad, de su abnegación, de su entrega. Casaldáliga es poeta y no puede dejar de ver con fuerza la utopía. Por su rica calidad de dones del Espíritu Santo, ha de sufrir de los falsos hermanos. Yo le he querido y admirado mucho. En lo que no creo es en su capacidad para administrar su tiempo y sus fuerzas. Falla en administrar, y esto le viene de su radicalidad espiritual: él vive del ímpetu del Espíritu. Aparte de eso, yo le pediría a mi querido padre y obispo Casaldáliga que no quede sombra de duda de su adhesión al Papa, aunque en el Vaticano haya tanto de humano y peor que humano.»
Eusebi Mansilla era por entonces un seglar de 30 años que presidía las Juventudes Cordimarianas del Casal Claret. Ahora es sacerdote diocesano: -«Teníamos más de 300 jóvenes y aspirantes en el Casal. Dios nos regaló en el padre Casaldáliga un hermano joven. Un gran claretiano, inquieto como el Padre Fundador. Se puso en cuerpo y alma a nuestro servicio con una alegría desbordante. Era incansable. Trabajaba con nosotros día y noche todos los días de la semana. Nos invitó a vivir las dos grandes vertientes de la fe cristiana: la del camino espiritual y la del servicio pastoral. Nos hacía conocer las situaciones de la realidad del mundo y las necesidades de la gente, y nos hacía actuar según convenía a los necesitados y marginados de aquella hora .»
«En Barcelona había entonces una masiva inmigración. Veíamos a gran cantidad de jóvenes deambular por la ciudad sin trabajo ni recursos, y montamos un servicio de puestos de trabajo en empresas. Abrimos un ropero y duchas en el Casal Claret. Conseguimos de Cáritas que les pagasen una semana de pensión mientras encontraban trabajo. Y abrimos una escuela nocturna gratuita para jóvenes obreros analfabetos o sin estudios. Ocupados en los problemas de los marginados, llegaban las dos de la madrugada y aún quedaban cosas sin resolver. Esas horas nos daban en el despacho del padre Casaldáliga, y a las cinco tenía él que ir a su meditación en la comunidad.»
«Pero lo mejor de Pedro, la nota más personal y singular, es que era un asceta y un místico. Y con eso nos enriqueció. Su mística era la amistad con Cristo. Los dos se entendían. Pedro era y es un hombre tan entregado a Cristo, que a mí lo que más me impresionaba de él era su oración ante el Santísimo. Le salía la oración a borbotones y no era una oración rebuscada sino espontánea. Eso impresionaba. Nos impresionaba. Cuando se lo llevaron en 1961 de formador a Barbastro, lo sentimos horrores. No entendíamos, era nuestro buen amigo y padre espiritual con quien compartíamos tantas vivencias!… Pero tuvo tiempo para dejarnos su espíritu. Nos dio cuerda para toda la vida.»
Pedro recuerda así aquel su primer tiempo de ‘exageración apostólica’: -«Ya estaba en lo mío, en el Apostolado. Ser Iglesia era hacer apostolado, todos los apostolados posibles, a todas horas, con todos y cada uno. Uno llegaba a creer inconscientemente que la salvación de todos y cada uno dependía de uno. Y hacer apostolado era convertir a las personas, ponerlas en Gracia. La injusticia, la miseria, el dolor humano me laceraban, pero yo no había descubierto todavía las ‘estructuras de pecado’. Y ‘el alma de todo apostolado’ era la oración, y la penitencia hasta el cilicio y el ayuno. Y, si fuera necesario, la salud por la borda. No siempre la oración del reglamento coincidía con mi oración, pero yo seguía orando, siempre, mucho.» «No se hablaba de opción por los pobres. Sin embargo, los marginados de los suburbios y las calles de Sabadell y Barcelona, ya eran mi preferencia: una obligación. Yo no habría dormido si hubiera desatendido a alguno de ellos. Le doy muchas gracias a Dios por aquella primeriza dedicación a sus preferidos.»
«Escribí baúles enteros de novelas y guiones radiofónicos, piezas de teatro, artículos. Siempre con la misma obsesión apostólica. Y ya por entonces empezó uno con el cine también, con el hoy famoso Betríu, mozalbete entonces. El Colegio fue una cárcel provisional. Más allá de todos los barrotes, seguía luminoso el horizonte de las Misiones. Y la parábola del mar. Y el martirio.»
Aunque breve en el tiempo -unos seis meses- fue intenso e impactante por entonces para Pedro su encuentro personal con África. Llevado en 1960 con Eduardo Bonin y otros a implantar en la Guinea española los Cursillos de Cristiandad, África quedó para siempre en su corazón misionero: -«El momento era estimulante. Se vivía el despertar del Congo Belga como un símbolo álgido de ‘el despertar de África’. Sentí África, colonizada y catequizada, físicamente, como el golpe de aire tropical que me invadió los pulmones en el aeropuerto encalado de Nigeria, tan compuesta bajo ‘la demasiada paz británica’. Sentí furiosamente la realidad y la llamada del Tercer Mundo. Y cuando regresé en la vigilia de Reyes, con mi sotana blanca deliciosamente ridícula en el enero de Madrid, llevaba para siempre en el corazón, confusamente, como un feto, África, el Tercer Mundo, los Pobres de la Tierra, y esa nueva Iglesia, ‘la Iglesia de los pobres’ que diríamos a partir del Concilio.»
Regreso al lugar de los mártires
En el verano de 1961, cuando Pedro tenía boleto para volver a África, los superiores lo destinaron a ser formador de seminaristas claretianos. En lugar de tomar el avión para el continente africano, tomó el tren para Barbastro. Regresó «al lugar de los mártires».
Uno de los muchachos seminaristas que tuvieron a Pedro de formador en Barbastro, el claretiano Javier Vindel, recuerda que eran más de 80 en tres cursos: -«De Barbastro pasábamos al Noviciado, y yo recuerdo a Pedro desde lo que él me inculcó, tres grandes amores de la espiritualidad claretiana: el amor a Jesucristo, el amor a María y el amor a la Iglesia. Los tres nos los dio él desde su vida en aquellos años del Concilio Vaticano II. Y nos hizo sentir el testimonio de nuestros hermanos mártires. Cada día de retiro revivíamos la fidelidad de ellos en nuestra marcha de silencio y oración al lugar donde los fusilaron. Nos leía abundantes pasajes sobre ellos y de las Actas de los primeros mártires cristianos, sobre todo de san Ignacio de Antioquia. En Barbastro Pedro siguió dedicando su pasión apostólica a los Cursillos de Cristiandad, y vivió muy entregado a nosotros. Me impresionaba su gran humanidad.»
El padre Mariano Molina estaba entonces de profesor en el Seminario de Barbastro, y percibió algo muy propio de la personalidad de Pedro: -«Casaldáliga encontró en Barbastro un Seminario tradicional. Era antes del Concilio, pero él ya era un innovador. Todos estábamos acostumbrados a vivir en un cierto conservadurismo, pero él era más abierto. Lo institucional nos podía a todos, nos dominaba, y él era fiel pero era libre y creativo. Pedro tenía el carisma de desbordar lo institucional, sin dejar de tomarlo en serio.»
En 1963, los superiores claretianos de Roma llevaron a Pedro de Barbastro a Madrid, como director de la veterana revista mariana El Iris de Paz. Pedro le dejó el nombre de IRIS y le dio un apellido: Revista de Testimonio y Esperanza. Fichó como diagramador y dibujante a Cerezo Barredo, claretiano muy conocido ahora por su gran arte en murales y dibujos. Y dieron a la revista tres dimensiones, «La actualidad de la Iglesia, la presencia de la Virgen, la vida de los hombres». Pedro abrió sus páginas a teólogos, biblistas, filósofos, pensadores, figuras ecuménicas, hombres y mujeres de la cultura, el arte, la poesía, las letras y el cine, y a cristianos de la calle que podían testimoniar su esperanza. Al aire del Vaticano II, creó una revista de actualidad viva y pensamiento renovado, en frontera entre la fe y la cultura.
Me invitó Pedro a sumarme al equipo de IRIS, y me destinaron con él a Madrid en 1964. Al amparo de la revista, publicábamos suplementos y la colección Palabra de Vida, tríptico semanal con moniciones para las eucaristías y comentarios a los textos bíblicos para la homilía, restaurada entonces por la reforma litúrgica del Vaticano II.
Pedro dedicaba las mañanas a la revista, y en las tardes y la noche se entregaba a la dirección espiritual y a la predicación en Cursillos de Cristiandad. Acogía y acompañaba también a los universitarios de Guinea que vivían en Madrid. Y éramos capellanes de una comunidad de monjas que tenían Colegio.
Hasta que un número de IRIS calificó de «declaración decepcionante» el pronunciamiento de la Conferencia Episcopal que había defraudado las expectativas generales. Eso colmó el vaso de algunos reparos de la censura franquista, y ello provocó la forzada dimisión del director, a quien nos sumamos, solidarios, los miembros del equipo. Abrimos entonces en un barrio popular de Madrid una pequeña comunidad de estilo posconciliar para nuestra Provincia claretiana de Aragón, y ahí seguimos trabajando con otros claretianos.
Pedro intensificó su dedicación a los Cursillos de Cristiandad, con muchas horas diarias de «dirección espiritual» en un pequeño despacho que le montó el fundador de la Escuela de Dirigentes, Don Sebastián Gayá, quien me contó que «los cursillistas le embargaban las horas a Pedro, porque el que hacía Cursillos con él se le quedaba enganchado. Pedro era un hombre muy completo; teológicamente seguro, literariamente fabuloso, y tenía un corazón en el que cabía todo el mundo; un corazón bien administrado. Nunca entendí yo por qué alguien en la Iglesia pudiera no querer a este hombre. ¿Por qué será? Nunca llegué a entenderlo, denota un desamor y una incomprensión tan grande, que es uno de los mayores pecados en la Iglesia.»
Por aquellos años (1966 y 67) crecía en nuestra Congregación la urgencia de renovación conciliar y se multiplicaban los estudios sobre el carisma claretiano. Pedro anduvo en eso, y participó en el primer Capítulo General de renovación en Roma durante el otoño de 1967. Y allí, batallando en el sector más renovador de los capitulares, le llegó a Pedro (¡por fin!) la hora tantos años deseada de ser destinado a la Misión universal en un país del Tercer Mundo. Lo cuenta con sobriedad nuestro Provincial de entonces Eleuterio Briongos:
«Un obispo del Brasil pedía insistentemente al Provincial brasileño de los claretianos, algunos misioneros para una extensa zona desatendida en la región del Mato Grosso. El provincial brasileño llevó esa petición a Roma, el padre General la ofreció a Aragón, y allí mismo se ofreció Casaldáliga después de dudar si iba a Brasil o a Bolivia, de donde había otra petición. El obispo brasileño sugería la conveniencia de que fuese algún misionero que pudiera ser nombrado obispo. Yo vi que Casaldáliga era muy entregado y muy fiel. En Aragón lo querían elegir por entonces Provincial; si no se hubiera ido a Brasil, muchos veían en él al siguiente Provincial.»
O sea que el primer Capítulo General que ‘desencadenó’ en Roma nuestro proceso de renovación conciliar, nos devolvió a Pedro ‘misionero en Brasil’.
De los últimos pasos de su vida apostólica en España, Pedro hace esta evocación personal: -«Viví mi continuada obsesión apostólica en Barbastro y en Madrid, como formador de seminaristas y director espiritual de cursillistas: un desbordante complejo de paternidad apostólica. El multiplicado contacto con tan diversificadas almas (desde los niños aspirantes al sacerdocio hasta los cursillistas, pasando por los emigrantes y los golfos, y los socialistas y los guardia-civiles) me configuró el talante pastoral. Sigo creyendo que el contacto de persona a persona es el apostolado más eficaz. Y sigo creyendo en todas las personas.»
«Viví el Concilio y su ventana abierta y los grandes documentos que nos legó, con una liberada fruición. El Vaticano II nos confirmaba en lo mejor de nuestra rebeldía y nos abría al mundo. Ser Iglesia ya era otra cosa mayor. Aquella Iglesia que debería renovarse siempre, se estaba queriendo renovar y nosotros éramos llamados a vivir esa aventura. ¡Bendito sea para siempre el Concilio Vaticano II!»
«Para la Congregación, en orden a su renovación según el Concilio, un grupo de claretianos jóvenes lo habíamos apostado todo. Afortunadamente, nos secundó el inolvidable padre Schweiger, superior del Instituto entonces. Yo había pasado por África y ya traía dentro de mí, para siempre, el Tercer Mundo. Y en aquel Capítulo General de 1967, en la Roma de los Apóstoles y de los Mártires, asumiría por fin la Misión allende el mar.»
Marchó Pedro a Brasil con Manuel Luzón, también claretiano, en enero de 1968, el año de «Medellín», la Conferencia General del Episcopado que aplicó proféticamente el Concilio Vaticano II a las Iglesias de Latinoamérica, cuyos pueblos padecían necesidades y dolores apremiantes de transformación profunda.
Al embarcarse Pedro «allende el mar», la radicalidad de su entrega a la Misión le exigió «quemar las naves». Y las quemó. Nunca ha vuelto a España, y han pasado ya 40 años, la mitad de su vida.
Un actualizador vivencial del carisma misionero claretiano
Así he visto y veo yo al Pedro «misionero claretiano»: como un actualizador vivencial de los rasgos esenciales de nuestro carisma misionero. Siendo catalán como Antonio María Claret, y cercano coterráneo suyo, Casaldáliga ha podido percibir con matices singulares la experiencia misionera de nuestro Fundador, para actualizarla en la Iglesia y el mundo de hoy. Está eso en la vocación personal de Pedro Casaldáliga.
Con su sensibilidad tan llena de intuición y de inquietud, abierta de lleno a Dios Padre, a Jesús y a su Espíritu y su Causa del Reino, en la Iglesia bajo la influencia cordial de María, la fiel aliada del Espíritu; y abriendo desde ahí su sensibilidad personal a los hombres y mujeres -‘primero a los últimos’, por la lógica del Reino- localmente, continentalmente, globalmente, Pedro ha vivenciado de manera actualizada, los grandes amores de Claret en su experiencia fundante de nuestro carisma.
En la sensibilidad de Pedro hay cualidades estructurantes de su personalidad, capaces de gestar esa actualización en la vida cotidiana. Cualidades como la radicalidad y, desde ella, la rebeldía de la libertad para ser creativo y hondamente fiel; la escucha de la Palabra de Dios en la Biblia y en los signos de los tiempos y de los lugares, siempre «al acecho del Reino» en la historia real de los hombres y mujeres de nuestro mundo; la insistente oración y la lectura de la mejor teología; y la obsesiva pasión de amor a Dios en Jesús por su Espíritu, y a la Iglesia -tan necesitada de radicarse en el verdadero Jesús como de actualizarse- y a los hombres y mujeres necesitados de humanizarse y divinizarse; con la necesaria ternura para ser jovial y ‘compasivo’ o capaz de sufrir con quien sufre; añadiendo siempre la intuición y la expresión poética con facilidad de palabra, de comunicación, de empatía, de amistad.
Cuando oigo a quienes han conocido bien a Pedro, hablar de su «exageración apostólica»; de su «intensidad en la contemplación y en la acción»; de su «austeridad» y su «mística» de «amistad con Cristo»; de su apasionado amor a Jesús, a María tan «llena de Dios y de los hombres» y a «la Iglesia que quiere renovarse»; de su vivir «del ímpetu del Espíritu, dejándose llevar del corazón hacia todas las miserias»; y de su «temprana y persistente aspiracicn a la Misión universal y al martirio». Sobre todo al oír decir que Casaldáliga «es una llama que se parece a la zarza inconsumible», pienso que Pedro actualiza la Definición del Misionero que Claret nos dejó en su Autobiografía, escrita así en el lenguaje espiritual de su época: «Yo me digo a mí mismo: Un Hijo del Inmaculado Corazón de María es un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa; que desea eficazmente y procura por todos los medios encender a todo el mundo en el fuego del divino amor. Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos; abraza los sacrificios; se complace en las calumnias y se alegra en los tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo en trabajar, sufrir y en procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas» (Nº 494).
Y hay dos dichos de Claret muy significativos en su experiencia misionera, que veo vivencialmente actualizados en Pedro Casaldáliga: «Mi espíritu es para todo el mundo»; y «Para Dios quiero tener corazón de hijo; para mí mismo, corazón de juez; y para el prójimo, corazón de madre».
«A Brasil veníamos Manuel Luzón y yo, como dos misioneros ilusionados», me ha dicho Pedro, «sin saber muy bien a dónde ni cómo, pero sintiendo que veníamos en misión. Y llegamos en pleno recrudecimiento de la dictadura militar y nos encontramos con una Iglesia de catacumbas con sus espléndidas minorías proféticas y la sangre corriendo». Pronto les salpicaría a ellos en su misión esa sangre que corría (1970). Y pronto también consagrarían obispo a Pedro (1972). El memorable cardenal de Sao Paulo, Paulo Evaristo Arns, supo bien lo que Pedro y su equipo misionero necesitarían, y se lo deseó así en vísperas de su consagración episcopal: «Que el Espíritu Santo le dé la fuerza de los Mártires, la inspiración de los Profetas y la alegría de los que participan de la misión de los Apóstoles».
Pedro aceptó ser obispo de Sâo Felix do Araguaia para ser más misionero en aquel mundo: -«Iba a ser misionero con más anchas potencialidades desde el ministerio episcopal. San Antonio María Claret no dejó de ser misionero por ser obispo, arzobispo y hasta confesor de su Majestad la Reina… Una estimulante aventura evangélica, ésta de ser misionero-obispo a la zaga de los Apóstoles, en medio de compañeros como Ignacio de Antioquia, Ireneo de Lyon y Agustín de Hipona; o Antonio Valdivieso de Nicaragua, y Antonio María Claret de Santiago de Cuba; y Oscar Arnulfo Romero de El Salvador o Leonidas Proaño de Riobamba».
Y Pedro comenzó a ser misionero-obispo, bajo amenazas de muerte por su fidelidad a la misión profética de vivir y anunciar testimonialmente el evangelio liberador de los excluidos y esclavizados por el inhumano sistema de vida y de poder vigentes «bajo la Ley suprema del revólver 38, y la muerte señoreando». Fueron ellos «una Iglesia perseguida», y Pedro asegura: -«Me atrevería a apelar al Señor Jesús para justificar que no fue petulancia.
Reconozco, eso sí, que era una especie de fatal vocación personal. Uno ha abierto los ojos a la fe y ha crecido en la vocación, cercado de sangre. Y este destino personal ha encajado connaturalmente y sobrenaturalmente en este lugar del Tercer Mundo y en esta larga hora de martirios. Después, yo he entendido mejor hasta qué punto la conflictividad ha de formar parte esencial de la vida de la Iglesia, como forma parte de la vida de Jesús. Una Iglesia viva es una agonía por el Reino».
La última vez que estuve con Pedro en Sâo Félix, ya en años más serenos (1992), mi mirada final dentro de su pequeña habitación de dos camas, fue para el desnudo ladrillo de la pared donde tiene Pedro su santuario de los mártires: recortes de fotos de monseñor Romero, de monseñor Angelelli, de los misioneros Rodolfo Lunkenbein, Joâo Bosco y Francisco Jentel (mártires conocidos suyos). Y la vieja estampa de los estudiantes claretianos mártires de Barbastro, acogidos por María en su Corazón. Al pie de los rostros, una cajita de plástico guarda un pedazo de tela de la casulla ensangrentada del arzobispo Romero, y un fragmento del cráneo de Ignacio Ellacuría.
Sé que al mirar ese santuario doméstico de los mártires en Sâo Félix do Araguaia, veía el alma de toda la vida de Pedro Casaldáliga como ‘misionero claretiano’. Teófilo Cabestrero, Guatemala 2008
(*) T, CABESTRERO, El sueño de Galilea: Confesiones eclesiales de Pedro Casaldáliga, Madrid 1992. El director de la editorial «Publicaciones Claretianas» me encargó escribir ese libro. De aquel trabajo tomo testimonios de los familiares de Pedro, de muchos de sus compañeros y de sus formadores, así como algunas «confesiones» de Pedro, abreviándolo todo.