Mi más fuerte experiencia del Espíritu comenzó con un hecho concreto: una noche tuve la experiencia viva de mi muerte -en aquel momento creí que física-. Y vi mí vida entera completamente vacía. Me presentaba ante Dios con las manos vacías. No había nada que me justificara ante Él. Con enorme violencia rechacé aquella imagen de mí mismo. Tantos años de vida religiosa, de sufrimientos y cumplimientos, de formación y ascesis y hasta los primeros años de sacerdocio vividos con mi mejor voluntad y esfuerzo y ¡no tenia nada! Protesté por dentro.
A partir de ese momento comenzó una fuerte depresión. Angustia. Impotencia. Días eternos saboreando el sinsentído de todo. El túnel era cada vez más oscuro… y Dios callaba. Algún autor, leído en mis años jóvenes, había escrito: «Y sin embargo Dios no dijo absolutamente nada». En tal situación lo lógico era dejarlo todo. Pero a veces sucede que tiene que llegarse al límite de lo que se vive para que lo nuevo suceda. Y así me sucedió a mí. Era Domingo. Se celebraba la Fiesta del Bautismo del Señor. A las tres de la tarde se repitió la experiencia de años atrás. Venía el momento final donde estás tú soto ante tu propia muerte. Yo sólo tenía pobreza. ¡Señor, no he entendido nada, acógeme en tu gran misericordia! Eue un instante infinito. Breve, pero que lo cambió todo. La respuesta de Dios a un pobre fue la misma que a su Hijo Jesús, el que se puso a la cola de los pecadores: «Tú eres mi hijo amado».
Mi experiencia del Espíritu Santo es el amor con que Dios ama a los pobres: «nos amó cuando éramos pecadores». De aquí nació una misión nueva y un nuevo modo de evangelizar. Y la primera fotografía de Dios hecho hombre, que nos enseñó a ser hombres ante Dios, iluminó toda la Escritura para mí: el nuevo Adam, Cristo, es el hombre que no se oculta con apariencias ni ante Dios ni ante los hombres porque sabe que es amado como es.