04. Habitado, no colonizado

Cuando intento describir a quien creo que es el Espíritu, el Amor divino, me encuentro incapaz de reducirlo a una imagen totalizadora. No sé ponerle rostro. Lo percibo presencia permanente, colmando mi interior, causa de mis relaciones anteriores. Tengo la sensación de estar habitado, no colonizado. En esta conciencia, a veces, oigo la voz que, sin sonidos, me habla en las entrañas y, haciéndose percepción inevitable, me muestra la atracción de aquello a lo que me invita, no obstante mi resistencia primera. Es una voz obstinada y suave que, de manera intermitente, en coyunturas determinadas, se hace insoslayable hasta que acojo su insinuación. No es cómoda, siempre me lleva a movimientos de salida, de ir hacia el Otro y los otros. Se convierte en causa de mi relación creyente y de mi oración personal. Me conduce a decisiones arriesgadas o a pequeños movimientos solidarios. No me permite estancia segura, a resguardo. Me fuerza a superar las inercias de mis criterios y a valorar la manera de ser y de pensar de los demás. Es una permanente intemperie. Quiebra mis seguridades y me afianza en la comunión mayor.

(JPG) Hay momentos en los que la certeza de ser acompañado se desborda en gozo; otras, en calma. La aprecio especialmente cuando estoy solo y descubro que me da la capacidad de permanecer relacionado internamente.

Creo que es el Espíritu el que me hace creyente, el que me permite valorar la esencia más noble de cada persona y de cada útil, su belleza y armonía, su verdad, quien me propone movimientos generosos y, hasta que no acepto su propuesta, permanece paciente, prolongando su gemido.

Lo percibo en momentos de sosiego, como si fuera incompatible con mis movimientos hacendosos, y en el encuentro con las personas cuando me abro a ellas, receptivo. Y me desvela el tramo suficiente del camino que debo de recorrer con paz. A veces es sólo un paso más o una estancia quieta en mi propio interior. Me ayuda a interpretar la historia en clave trascendente y, así, sin caer en visiones extrañas, los acontecimientos y las personas se convierten en testigos y mediaciones que acojo como regalos del Espíritu y que me abren a la posibilidad de seguir de manera concreta el Evangelio, la voluntad divina sobre mí.
Reconozco que en mi vida ha habido algunos tramos oscuros, silenciosos, sin percibir nada favorable. Y otros en los que la fuerza interior ha catalizado toda mi persona y ha puesto al servicio de su iniciativa mi capacidad sin sensación de cansancio o de agotamiento. Es increíble, sí no fuera demostrable históricamente, el ánimo, el valor, la serenidad, la creatividad, el don que significa y que es esta presencia indefinible, mas innegable.
Si describiera cada una de las circunstancias, tanto íntimas como sociales, en las que me ha tocado vivir, desde un análisis estrictamente psicológico pronunciaría dictámenes preocupantes y, sin embargo, globalmente canto el salmo 125: Al ir, iba llorando, al volver, entre cantares.

Hoy sé que es el Espíritu quien da luz a mis ojos y a mi inteligencia y me ayuda a silenciar toda especulación desesperanzada sobre el futuro. Despierta upa actitud de confianza al saber que Él conduce la historia y a cada persona. Él ¡manta mi vida en el seguimiento evangélico. Él es, seguro, la causa de haberme encontrado con Jesús y de invocar su nombre. A través de la misericordia impide el éxodo decepcionado. Me sugiere a cada paso la dirección del camino. Me presta la brújula del gozo y de la paz en los aciertos y de la ansiedad y tristeza en mi egoísmo.

Clamo permanentemente: Ven, Espíritu Santo. Y agradezco a Dios saberme conducido. Me atrevo a afirmar que, gracias al Espíritu, mi vida no responde a un proyecto personal, sino que es una historia de providencia y de salvación en la que el Amor de Dios ha tomado su protagonismo, aunque yo muchas veces no lo haya interpretado del mismo modo.