1. Amarás a Dios sin que se note demasiado

   Querido evangelizador: No sé quién eres ni cómo te llamas ni qué edad tienes. Y, sin embargo, cuando escribo, me dirijo a ti. Para mí, al cabo de un par de años, eres el compañero de misión -anónimo, ciertamente, pero no lejano- que se asoma todos los meses a esta última página.Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Tal vez eres un obispo de nuestra iglesia, o un párroco rural, o una religiosa dedicada a la catequesis, o un seglar comprometido en la pastoral social de tu parroquia, o una monitora de algún centro juvenil. O simplemente un lector curioso. En cualquier caso, seguro que perteneces a ese grupo de creyentes que considera que la misión no sólo no ha terminado, sino que, como nos recordaba la Redemptoris missio, sigue estando en sus comienzos.

    Pues bien, vamos a iniciar juntos una nueva andadura. A lo largo de 1993 compartimos una reflexión mensual sobre los «demonios del evangelizador», ¿te acuerdas? Durante el recién terminado 94 pasamos revista a algunas inquietudes de la misión a través del «diario del evangelizador». Este año 1995 vamos a seguir dándonos cita en esta última página para ir construyendo un «decálogo», un conjunto de diez mandamientos que nos ayuden a mejorar nuestro anuncio. Tal vez no te resulte un género simpático, pero tú y yo sabemos que se trata, simplemente, de seguir poniendo nombre a lo que nos pasa. No quiero equivocarme demasiado; así que, quienquiera que seas, te invito a que, de vez en cuando, te animes a escribir a la revista para que, mes a mes, podamos recoger tus in-quietudes y esperanzas. Esta última página puede convertirse en una carta de ida y vuel-ta.

    El primer mandamiento está ahí: «Amarás a Dios sin que se note demasiado». Comprendo que, a primera vista, parece ir en contra de las repetidas llamadas a un testimonio confesante en el seno de nuestra sociedad secularizada (¿o simplemente aburrida?). Como no pretendo provocar como si fuera un anuncio de desodorante, te debo una ex-plicación. Lo que se nota es lo que salta a la vista: una catequesis, una homilía, un artículo, una convivencia, una entrevista. Porque estas cosas son visibles y, en buena lógica cristiana, todas pueden ser expresiones de un amor. Pero pueden también alimentarse a sí mismas y no remitir a nada. O a nosotros mismos de que estamos en el tajo y no nos perdemos en sentimientos hueros. Es decir: pueden ser fuentes de agua reciclada, no arroyos de manantial. Entonces, aunque resulte duro admitirlo, todos nos convertimos en aprendices de San Manuel Bueno, ¡mártir!

    El verdadero amor no se hace notar: se percibe. Lo cuenta González Faus en uno de los ensueños del rabino Ben Shalom: «Creo que el pudor con que Isabel Allende calla siempre el nombre de su tierra chilena, en la que está constantemente pensado cuando escribe, vuelve más amable aquella tierra». Y concluye: «Los mapas están poblados de gentes que tienen el don de amar a sus patrias de una manera que sólo consiguen hacerlas insoportables a los demás». Esto es aplicable a Dios. Todavía hay algunos evangelizadores que si no lo meten hasta en la sopa creen que no están amándolo comprometidamente. Salvo en los muy convencidos, esta actitud suele provocar una reacción espontánea de rechazo. Estamos un poco hartos del «Dios dice», «como Dios manda» (Por cierto ¿a quién se le ocurrió utilizar esta expresión en una de las campañas de autofinanciación de la Iglesia?). Como estamos hartos de los que siempre nos hablan de «su» tierra, de «su» madre, de «sus» asuntos. Lo mejor siempre está protegido y ofrecido por la discreción del silencio. Emerge -¡no faltaba más!- pero como emerge el perfume de las violetas, no como atufa el «spray» de un mal ambientador.

    ¿Por qué hay evangelizadores que se hartan de hablar de Dios y no transmiten más que una cantinela monocorde y cansina? ¿Por qué hay otros que, sin nombrarlo apenas, o nombrándolo con un amor tan profundo como discreto, parece que nos colocan en el umbral del Misterio? Si estamos metidos en la tarea de una nueva evangelización no es para dar caña con lo de Dios, cuanta más mejor. Lo «nuevo» no alude -quisiera creerlo- a un anuncio más machacón después de un tiempo de silencio vergonzante, o de una evangelización poco kerigmática, como denuncian algunos. Lo «nuevo» se refiere a la profundidad en el origen y a la frescura en el anuncio. Y éstas no se notan tanto en la cantidad como en el estremecimiento del que brotan.

    «Amarás a Dios sin que se note demasiado». No, no se trata de postular una evangelización cortes- mente diplomática frente a otra valientemente beligerante o coherentemente explícita. No hay nada menos ambiguo y más convincente que el verdadero amor. Se trata de eso, de creer que Dios es un tesoro de tal calibre que uno puede vender todas sus posesiones para adquirirlo, incluso el carné de pertenencia a «su» partido. La alegría consiguiente es la mejor tarjeta de acreditación.