Desde hace años las pizarras catequéticas se han ido llenando de pirámides y círculos. Parece una buena manera de expresar gráficamente dos concepciones de la iglesia: una preconciliar (la piramidal) y otra posconciliar (la circular). A un teólogo de raza estas simplificaciones le perturban, pero ya se sabe que los dibujos -sobre todo, en estos tiempos no figurativos- tienden a ser simples y hasta simplistas. Además, los matices emborronarían las pizarras. Pase, pues, el atrevimiento catequético. No es mayor que el que antaño mostraban los predicadores al dibujar el infierno con ollas hirviendo. O el que exhibían los teólogos postridentinos cuando explicaban con mil sutilezas la actuación de la gracia en el creyente.
La mayor parte de los evangelizadores se apunta sin dudarlo al modelo circular. Por experiencia, por convicción. No se sienten a gusto como carne de «sandwich» entre el estrato de los laicos de a pie y el de los clérigos de rango superior. Se experimentan en plan de igualdad dentro de una iglesia-comunión. Hay un solo Señor, un solo Padre y un solo Espíritu. De tejas abajo, todos somos hermanos. Lo demás son ganas de liarla. Existen, por supuesto, diferencias carismáticas, pero no escalafones.
Estas afirmaciones brutas -y esencialmente verdaderas- son necesarias en tiempos de cambio (¿cómo, si no, nos animaríamos a cambiar?), pero resultan peligrosas para organizar la vida cotidiana cuando se las reduce a frases hechas. En una sociedad sin padres, muchos evangelizadores, defensores a ultranza de la igualdad de todos los creyentes, no se atreven a ser «padres en la fe». Y no precisamente por atenerse estrictamente al mandato de Jesús («no llaméis a nadie padre sobre la tierra»), sino porque consideran que toda paternidad implica superioridad, autoritarismo, crea dependencia y contradice el modelo comunional de iglesia. Nadie quiere reconocerse en la figura del evangelizador paternalista que no deja crecer autónomamente el evangelizado y que desbarata la igualdad. Por lo que se refiere al clérigo, la literatura y el cine se han encargado de ridiculizarla al máximo. Las reticencias están, pues, justificadas. Sin embargo, también aquí se impone el discernimiento. Lo grave consiste en suprimir la auténtica e imprescindible paternidad confundiéndola con el siempre vitando paternalismo.
¿Y si fuera esta falta de padres una de las causas principales de la orfandad espiritual que padecemos? ¿Cómo caer en la cuenta de que el evangelizador, cuando anuncia la Palabra, está ejerciendo una paternidad que contribuye a que nazca la iglesia? Nos llegan los ecos enérgicos de Pablo. «Podéis tener diez mil maestros en la fe, pero no tenéis muchos padres. Soy yo el que por medio del evangelio es he generado en Cristo Jesús» (1 Cor 4,15). Cabe una verdadera generación de la fe. Las palabras en cursiva son esenciales: por medio del evangelio. No en virtud de las propias cualidades o a través de métodos autoritarios. El evangelizador es una mediación personal del evangelio. En este sentido, en cuanto mediación, ejerce una paternidad espiritual a la que no puede renunciar. Al ejercerla, no se sitúa por encima de nadie, no quiebra la esencial fraternidad comunitaria, no retorna al modelo piramidal. Contribuye a que la comunidad nazca y se desarrolle. Edifica la comunión ejerciendo una paternidad que no remite a sí misma sino que es mediación de la única paternidad de Dios.
Las consecuencias práctica son notables. El evangelizador «adolescente» (por contraponerlo al «evangelizador padre») centra el anuncio en sí mismo. Se pregunta una y mil veces si lo he hecho bien. Experimenta alegría o tristeza según el éxito obtenido. Realiza acciones, pero tiende a no responsabilizarse de sus efectos. El «evangelizador padre» es un ex-céntrico, se entrega para que el otro crezca, acompaña los procesos de crecimiento (no se contenta con una anuncio esporádico), combina acertadamente la cercanía y la distancia, aspira a que el evangelizado se haga adulto en la fe.
Los sociólogos dicen que los jóvenes de hoy se empeñan en estirar su condición de tales hasta pasados los treinta. Parece que les cuesta asumir la adultez en general y la paternidad/maternidad en particular. Anteponen la protección del nido paterno al riesgo de abrirse camino a base de empleos precarios y de un estilo de vida menos confortable. Prefieren ser eternamente hijos. Les asusta llegar a ser padres. A los evangelizadores les puede rondar una tentación parecida adobada con argumentos teológicos. Las generaciones futuras no se merecen una orfandad de este calibre.