Contemplamos a María, la llena de gracia, la Inmaculada, pintada por Zurbarán, como si estuviera aún en el pensamiento de Dios, en las nubes. Y en una yuxtaposición de planos, a la vez que niña, como mujer vestida de sol y la luna por pedestal, como canta el Apocalipsis.
Es una visión que atraviesa el tiempo y que supera la limitación del espacio. Ella llena la escena, y nos muestra de dónde viene la Luz, que es su Hijo, al iluminar la luna bajo sus pies en forma invertida, para plasmar el cántico de Zacarías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de los alto”. Este lienzo se puede contemplar en el Museo de Arte Antiguo de Sigüenza.
Ya Pacheco, nos hace ver en Jerez de la Frontera este simbolismo de la luna. Pero será Zurbarán quien plasme de manera única la belleza del rostro de la Virgen, envuelta en luz, Inmaculada, que derrama su gracia sobre la ciudad de Sevilla, que es el mundo, que intenta relacionarse con Dios elevando un ciprés hasta lo más alto, tratando de alcanzar las nubes y dialogar con el cielo.
El azul celeste y el blanco transfigurador fascinan por su nitidez y belleza: ella es la sin pecado, la sin mancha original.
Hoy la invocamos y le pedimos, en contraste con su identidad purísima: “Ruega por nosotros, pecadores”, de manera especial en la hora en la que seamos llamados por Dios para compartir la gloria del cielo contigo y todos los santos.