Hace seis meses viví la vida sencilla de un peregrino, caminando las 450 millas del Camino de Santiago, en el norte de España. Durante esas siete semanas todo lo que hice cada día fue caminar hacia la Catedral de Santiago en Santiago de Compostela. No tenía prisa por llegar, no estaba retada por el pacifico caminar de otros peregrinos, o preocupada si mis ropas estaban a la moda. Sólo tenía una cosa que hacer: caminar. Me pasé los diez primeros días distraída conmigo misma para después solamente caminar. Desde entonces, pocas cosas ocuparon mi mente y mi corazón. Me sentía más centrado y libre que nunca.
Desde mi regreso a casa, veo qué fácil es sucumbir a los sutiles deseos de esta cultura de la superficialidad. Me seduce para desordenar mi vida, disfrazarla, en cierta manera, para ser reconocida por los demás, corretear ocupada como cualquier otro, y hacer cosas frenéticamente. Cuando me dejo llevar por esas cosas estoy perdiendo mi equilibrio. Pierdo la paz y el sentido interno de la dirección. Me falta claridad en mis metas espirituales, olvido las verdades predicadas por Jesús, y la experiencia de los días frustrantes de egocentrismo.
La Cuaresma es tiempo para limpiar los escombros culturales que me desorientan del camino cristiano. Los actos de privación cuaresmal que hago tienen poco valor a menos que ayuden a mi mente y a mi corazón a estar más atenta y centrada en una sóla cosa: hacer realidad el mensaje cristiano -amar como Jesús amó. Todo lo demás es secundario.
- Rupp es miembro de la comunidad de siervas de María y premiada autora de numerosos libros.