Sé que no es aconsejable, pero me he leído casi de un tirón Cien españoles y Dios. Muchas de sus páginas me han conmovido. Reflejan el íntimo drama de la fe de algunos famosos. Ellos se han prestado a poner en palabras lo que otros muchos experimentan en silencio. La conmoción que me ha producido la lectura de sus respuestas procede por igual de los que se abandonan a la increencia no siempre deseada, y de los que se instalan en la pregunta. Algunas respuestas, sin embargo, me parecen un triste ejercicio de gimnasia mental. Son aburridas, simplemente. Espigada entre muchas notables, destaco esta confesión del indómito Fernando Arrabal: «Percibo el silencio de Dios cuando los feligreses lo invocan, pero cuando los descreídos lo niegan, soy capaz incluso de oír su voz inefable».
¿Cuántas veces has percibido que tus palabras, nuestras palabras, se interponían como barrera infranqueable en el camino hacia Dios? ¿Cuántas veces has experimentado -o, por la menos, barruntado— que nuestra inagotable producción verbal sobre Él constituía casi una suerte de «pornografía teológica»? Lo hacemos sinceramente. Nos han dicho que de bono nunquam satis y que ya está bien de dejarnos seducir por la teología negativa. Lo hacemos casi todos. El Papa habla y escribe sin pausa. No hay fiel cristiano que pueda abarcar su producción. Los teólogos tienen que acreditar su hondura —y, de paso, acceder a una cátedra- por el número de páginas publicadas. A muchos curas se les tilda de palabreros porque siempre tienen un consejo que dar, una explicación que ofrecer. Hay seglares que entienden su participación en la vida de la Iglesia por la cantidad de palabras que pueden decir. Y cuando disponen de un micrófono se dedican a explicar hasta la saciedad lo que vale un peine. Como la fe viene ex auditu no podemos concebir una buena evangelización que no se sirva de las palabras para despertar, anunciar, aclarar, profundizar, exhortar y corregir. Nos haría mucho bien -es verdad- recuperar la fe en la fuerza de la palabra, ahora que se banaliza tanto. Pero, ¿y si muchos, a través de nuestras palabras, percibiesen sólo el silencio de Dios, su lejanía? ¿Y si estuviéramos provocando la reacción contraria a la que sinceramente buscamos?
De un tiempo a esta parte nos rebelamos contra la religiosidad difusa en nombre de una fe encarnada. Predicamos a Jesucristo y a su iglesia como alternativa fuerte frente a la vaporosa y débil creencia en un Dios amorfo en el que todo cabe y cuyas exigencias nadie se atreve a precisar. Subrayamos que «la Palabra se ha hecho carne» y que no hay experiencia de Dios auténtica que no pase por las mediaciones que Él ha querido. Esto parece razonable. Lo malo es que no tardamos! mucho en añadir que una de esas mediaciones es I asistir a las reuniones de los viernes o realizar un I cursillo prematrimonial antes de casarse. ¿Y si esa huida hacia el Dios sin contornos fuera, antes que otra cosa, una defensa, tal vez la única posible frente a los mapas precisos -y falsos- que hemos dibujado de Él? De Dios hemos sabido… más que Jesús. Hemos sabido que no le gusta en absoluta que faltemos a misa el domingo, que le irrita el uso de medios artificiales para planificar los nacimientos, que ha elegido a sus representantes y que los sostiene con la gracia de estado, que tolera el sufrimiento porque esconde promesas que no conocemos.
A veces -es cierto- huimos de lo que nos confronta con la verdad que no queremos reconocer.! Pero, a veces, cuando la atmósfera está sobrecargada, huimos para poder respirar. No me atrevo a suscribir que la búsqueda ansiosa de un Dios menos atado a la pequeñez de nuestros códigos sea siempre una huida de la verdad liberadora. Creo que la atmósfera eclesial está sobrecargada y que tal vez muchos buscadores huyen para poder respirar. Esto no es toda la verdad, pero, por lo menos, esta segunda interpretación nos permite un margen mayor de maniobra. La primera imprime un talante judicial a nuestra tarea evangelizadora. En esa misma medida cierra las puertas. La segunda nos empuja a crear climas de acogida, a no hacerle decir a Dios mucho más de lo que Él es capaz de decir a cada hombre en lo íntimo de su corazón, a escuchar mucho y a fondo antes de reflejar lo que el Espíritu actúa en cada uno. No hay por qué temer que de este modo se evapore la Iglesia. El temor excesivo produce un código, un Catecismo, un Plan Pastoral, pero no es seguro i que alumbre el gozo de la fe. La fe que ha nacido de una acogida incondicional no tarda en engancharse a lo mejor de un Código, de un Catecismo o de un Plan Pastoral. Tarda todavía menos a denunciar su estrechez.
Tú y yo sabemos que en nuestra Iglesia haya gente extraordinaria. Podemos recordar el nombre de personas que nos han hablado de Dios sin inundarnos de palabras. Luego, nosotros, hemos tenido que seguir hablando. Pero, claro, no ha sido lo mismo.