El Angelus de aquel Domingo de Pascua estaba abarrotado, como suelen ser todos los Angelus en este pontificado. Y ahí, en medio de la plaza de San Pedro, comienza un pequeño revuelo. Todo respondía a que al papa Francisco se le había ocurrido regalar a los asistentes unos evangelios. Con el regalo, una recomendación: «¡Léanlo todos los días! ¡Llévenlo en el bolsillo y léanlo todos los días, aunque sea un pedacito! ¡Ahí está Jesús. Es Jesús, que les habla!». Y desde entonces, en diferentes momentos y circunstancias, el Papa no ha dejado de repetir las mismas o similares palabras. Este especial regalo conlleva, evidentemente, un mensaje claro y oportuno: la Palabra de Dios ha de ser algo importante en la vida del creyente. Un creyente no puede vivir alejado de la Palabra de Dios, sin conocerla, sin dejarse interpelar por ella.
Leer los evangelios es, sin duda, acercarse más a quien es de verdad el Evangelio. San Jerónimo ya nos había advertido de que desconocer la Escritura era «desconocer a Cristo». Por ello, conocerla es conocerle a Él. Y más que eso todavía. Cuando el creyente se acerca con asiduidad a la Palabra y convierte su lectura en un hábito, es lógico y natural que al hacerlo se vaya configurando más y más con aquello que lee; mejor dicho, con Aquel que ahí aparece y a quien reconocemos como la Palabra encarnada de Dios Padre. Conocer el Evangelio nos ayuda a acercarnos más a Cristo, a conocer y asimilar sus sentimientos, sus entrañas, a parecemos más a Él y, en última instancia, a conocer más al propio Padre, de quien Jesús no es sino su rostro misericordioso (Misericordiae vultus).
Las conocidas parábolas de la misericordia que aparecen en el Evangelio, que nos hablan de perdón y compasión, resonarán este año en nosotros con especial intensidad y fuerza: la oveja perdida, la moneda extraviada, el Hijo pródigo… En ellas descubrimos el verdadero rostro misericordioso de Dios en Jesús. Pero no sólo, pues la misericordia, nos dice Francisco, «no es solo el obrar del Padre, sino que también es criterio para saber nosotros si somos realmente sus hijos» (MV 9). De ahí la parábola del siervo despiadado, o la del buen samaritano, que nos invitan a vivir comprometidos con el prójimo.
Sin duda, Él va por delante. «Quien me ha visto a mí -dice a Felipe- ha visto al Padre» (Jn 14,9). En efecto, Jesús de Nazaret, con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios. En el prólogo del evangelio de Juan se nos habla de cómo este Padre, que es la fuente de toda misericordia, se ha revelado a través del Hijo: «La Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Dios se puso «en salida» y quiso compartir su proyecto salvador y manifestar su rostro, invitando a la humanidad a compartir su vida divina. Con Jesús, la Palabra eterna entra en el espacio y en el tiempo, asumiendo un rostro y una identidad concreta. Jesús es el enviado del Padre para anunciar el cumplimiento de las promesas y de la Alianza.
Él, imagen del Dios invisible (Col 1,15) se nos da a conocer en la Escritura de una forma especial. De ahí que el papa Francisco nos invite en el Jubileo a acercarnos más a ella y a vivir este año Jubilar a la luz de la Palabra del Señor. En la Palabra encontramos la invitación fundamental a la misericordia. Por eso dice Francisco que «para ser capaces de misericordia, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida» (MV 13).
En la Palabra, Dios nos revela su rostro misericordioso y, en definitiva, se nos revela la propia Buena Noticia del Evangelio, que no es una idea o un algo abstracto. Se trata de Alguien. Por ello, seguir a Jesús no parte de una decisión ética o de una idea, sino de un encuentro con esa Persona que da un nuevo horizonte y, con ello, una orientación decisiva a la vida.
Este encuentro salvador llena al creyente de alegría. De verdadera alegría. El papa Francisco, en el íncipit de su exhortación apostólica Evan- gelii gaudium, ha dejado plasmada con maestría esta profunda experiencia: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por El son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo nace y renace la alegría» (EG 1).
El Año de la Misericordia será, pues, un tiempo propicio para que nos dejemos guiar por la Palabra de Dios. A lo largo de este itinerario o peregrinación, la Palabra de Dios podrá ser para nosotros luz y guía, como para el Salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 118). Sin duda, en ella encontraremos a quien es verdaderamente la fúente de toda misericordia, a Aquel que nos enseña a ser «Misericordiosos como el Padre».