Que nuestro aguante se templa en lo cotidiano. Es verdad. Hay una ascética diaria que consiste en levantarse a tiempo, cuidar la higiene, prodigar un saludo, ejecutar con res-ponsabilidad el propio trabajo, saber descansar, reservar un tiempo noble para la oración, leer el periódico. Y, de vez en cuando, salir al campo, ver una película, conversar sin tiempo con los amigos. Por muy vertiginoso y creativo que sea nuestro ritmo de vida, todos los seres humanos repetimos, una y otra vez, pautas de comportamiento. Hay personas que necesitan la siesta diaria como el comer, o tomarse una caña con los amigos, u ojear un periódico deportivo, o llamar por teléfono. O, sencillamente, lavarse los dientes a una determinada hora. Somos animales de costumbres. Y en la costumbre encontramos nuestra seguridad y, en algunos casos, nuestra cárcel.
Lo que nos ocurre en la vida normal suele ocurrimos también en la tarea evangelizadora. Ante determinadas demandas, necesidades o situaciones se dispara en nosotros una respuesta refleja, automática. Respondemos a lo nuevo desde lo conocido. Y procuramos salir del paso con el máximo ahorro de tiempo y energías. Es un resorte normal del psiquismo humano. Esto sucede en el acercamiento a las personas y sus problemas, en el tratamiento de cuestiones sociales, en la liturgia e incluso en la reflexión teológica.
El problema surge cuando este automatismo nos va depauperando, cuando nos descuelga de la realidad siempre nueva, siempre incontrolable. A este tipo de pastoral, más frecuente de lo deseable en la época del «fast food», podríamos denominarla pastoral rápida o de usar y tirar. El resultado suele ser un ensanchamiento relativo del campo de acción, pero una creciente insatisfacción de fondo. La pastoral rápida no se toma en serio las cosas. Considera que, dado que no existen recetas mágicas, en el fondo casi todo da igual. Buena gana, entonces, de perder un tiempo precioso en profundizar, preparar, pulir. La pastoral rápida aborrece la excelencia. Y hasta en ocasiones la presenta como contraria a la simplicidad evangélica.
Muchos de nosotros estamos afectados por este virus. Pero es conveniente tomarse un tiempo para caer en la cuenta de sus consecuencias. ¿Puede existir una buena pastoral que no nazca de una reflexión teológica profunda sobre Dios, el hombre, el mundo, la Iglesia? ¿Cómo puedo yo saber si tengo que estimular en mí mismo y en los demás un talante más kerigmático si no tengo claro qué significa la misión de la Iglesia y cómo entra en diálogo con la cultura? Pero, por otra I parte, ¿puede existir una buena teología que no se nutra de la revelación que acaece en los sujetos que viven el evangelio? ¿Có-mo puedo yo saber si i el hombre es naturalmente «capax Dei» si no he comprobado en sus esperanzas y frustraciones la i existencia de una dimensión irreductible? Yo puedo hacer pastoral simplemente realizando actividades. O puedo hacer teología simplemente leyendo. Pero algo dentro de mí me dice que ése no es el camino. No se trata de repro-poner una vez más el binomio teoría-praxis para postular una interacción de ambas. Se trata de poner el acento en un aspecto de este problema: la obra bien hecha. O, si el término no echa para atrás, la excelencia.
En lo cotidiano nos vamos haciendo. Pero lo cotidiano puede ser vivido con mediocridad o con pasión. A lo largo de los años, una persona aprende a malgastar el tiempo y otra a emplearlo. Una, sin alardear de nada, se va construyendo; otra, se limita a acarrear materiales de un sitio para otro sin saber dónde colocarlos. En la evangelización, el cultivo de la excelencia no implica un planteamiento elitista. No se trata de concentrarse en los pocos buenos en perjuicio de los muchos malos. Se trata de esforzarse en sacar de todos lo mejor que pueden dar. Quien no cree en la riqueza del otro no está en condicio-nes de ayudarle a desarrollarla.
¿Podríamos editar menos obras de teología o de pastoral, pero más pensadas, mejor tra-badas? ¿O nos debemos más a los imperativos del mercado editorial que a las necesida-des de nuestra Iglesia? ¿Podríamos celebrar menos eucaristías diarias y dominicales, pero más motivadas, más preparadas? ¿Podríamos restar algún tiempo a la actividad y dedicarlo al estudio y al diálogo, a la observación? El enorme desafío de una cultura increyente no debería precipitarnos a acciones desmedidas, mediocres, sino a respuestas maduras, cribadas, que no nos sobrecarguen y que nos acerquen más a la simplicidad evangélica que las improvisaciones y los recursos estereotipados. La excelencia es la cara oculta de la santidad