Algunos dicen que somos lo que comemos. Por eso cuidan más la dietética que la ética. Otros le endilgan la culpa al ambiente. Como éste es tan variopinto no saben qué cuidar. Cuando alguien deshaga el misterio que somos, que escriba un libro y nos lo cuente. Mientras tanto, podemos decir que, en la catarata que origina el río de nuestra identidad, somos también lo que otros nos han dado para ser. Tomarse tiempo para reconocer las propias raíces nos ayuda a ser más auténticos. Cada uno de nosotros es Sócrates y Agustín y Tomás de Aquino y Francisco de Asís y el cardenal Newman y Karl Rahner y Gustavo Gutiérrez y Tony de Mello y Marcel Légaut… sin ser ninguno de ellos. Y cuando hoy trasmitimos una palabra o acentuamos un gesto estamos ofreciendo un fruto que se ha nutrido de la savia de muchas personas raíces.
Nuestro tiempo no es como el del reloj. Nosotros no nos contentamos con durar: vivimos. Lo que sucedió ayer no se lo lleva el viento ni permanece enterrado en el disco duro de nuestra memoria. Somos acumuladores de presentes. El pasado nunca pasa del todo. Permanece en el presente como un huésped oculto pero fecundo. La «acumulación» es, en palabras de algunos psicólogos, el concepto clave para entender el devenir humano.
El evangelizador que se esfuerza en dar fruto es un evangelizador que conoce y agradece sus raíces «acumuladas». Cuando habla de Dios en vocativo, cuando no trata el Misterio como si fuera un objeto, recuerda que así aprendió a hacerlo cuando se sintió estremecido con las Confesiones de Agustín. Y si luego se permite realizar una oración cargada de afecto cae en la cuenta de que algo se encendió dentro cuando vio que así lo hacía su madre o su abuela o una comunidad de base que conoció en algún lugar. Comprende que esas experiencias le abrieron una nueva puerta, aunque en el momento de producirse no previo sus efectos. Cae en la cuenta también de que se trata de una puerta limitada, pero en esa limitación reconoce su densidad real. La abuela que reza con corazón pero tiene serias lagunas cate-quéticas no es una leyenda a gusto del cliente.
Cuando, en el desconcierto político actual, el evangelizador no siente nostalgia de una tutela eclesial de la sociedad civil ni se abandona a interpretaciones viscerales y maniqueas, sabe que esa actitud no le ha surgido de la nada. Se acuerda del comienzo mismo de la Lumen Gentium y cae en la cuenta de que la Iglesia es signo e instrumento. Ni más ni menos. Tal vez se sienta también agradecido a Semmelroth y a Karl Rahner y a Edward Schillebeeckx por haberle ayudado a entender qué es un sacramento. Porque ha necesitad algún tiempo para crecer hacia abajo, no se precipita en reacciones que son fruto de las tensione del presente. Sabe relativizar, esperar y construir.
Acaso recuerda también, tal como aprendió de un sagaz historiador como Martina, que la Iglesia, con frecuencia, «aliada con sus enemigos de ayer se apresta a luchar contra sus amigos de mañana-. Entonces, sin deshacerse en reacciones desmedidas, mira con relatividad y humor muchas posiciones actuales que mañana serán superadas. Sabe que el celibato sacerdotal obligatorio, que la prohibición de ordenar a las mujeres, tan defendidas hoy, pueden ser piezas de museo en un mañana próximo. No gasta pólvora en batallas secundarias. Se torna más comprensivo con uno y con otros sin renunciar a caminar comunitariamente en la dirección en la que siente que e Espíritu empuja a la Iglesia.
El evangelizador que honra sus raíces sabe también que alguien le ayudó a entender para qué existe el Espíritu Santo. Ya no recuerda si fue Congar o un grupo carismático. Pero se da cuenta de que algunas cosas son ahora diferentes. Ya no tiene un concepto cerrado de la verdad como arma arrojadiza. Comprueba que no entiende el evangelio como un «todo o nada» ni lo mata a base de idealismos que son proyecciones de deseos insatisfechos y no fruto de ese Paráclito que nos va guiando a la verdad completa «porque no podéis con todo por ahora». Ya no identifica la Iglesia con el Reino de Dios ni el mundo con el patio trasero de una creación que se le ha escapado a Dios de las manos.
Alguien, en no sé qué iglesia, le enseñó a anunciar el evangelio de manera cordial. Cuando pronuncia una homilía no moraliza ni regaña. Hay cadencias en su voz que vinieron de un cura que le llegó al corazón. Y cuando la comienza con un hecho de vida y no con una frase abstracta sabe que se debe a la interpretación que del estilo de Jesús hace Charles Dodd o al modo como una presentadora de televisión sabe ganarse a la audiencia.
El evangelizador que se toma tiempo para crecer hacia abajo tiene futuro. Somos muchas cosas, pero no somos ninguna sin raíces.