No es lo mismo decir: «Llamó a unos cuantos», que decir: «Eligió a doce, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés, a Santiago y Juan…» (Lc 6, 13ss). No es lo mismo lanzar una exigencia caiga quien caiga, que «fijar en él la mirada, amarle y decirle» (cf Me 10, 21). El evangelizador no es un técnico de publicidad. No anuncia el mensaje a una masa anónima. El evangelizador es un experto en comunión. Se mueve en el mundo de las personas. Los verbos que más conjuga son: amar, mirar, respetar, proponer, esperar, sonreír. Sólo en un segundo momento ensaya vocablos como organizar, proyectar, reflexionar, dirigir. Cuando la evangelización pierde su carácter de experiencia de encuentro interpersonal deja de ser buena noticia y no llega al corazón.
Existen muchas rutinas impersonales. El predicador que comienza su homilía sin mirar a la asamblea y sin hacerse cargo de las personas concretas a las que se dirige está cometiendo un acto impersonal. Si encima comienza diciendo: «las lecturas de hoy nos dicen que…», lo más probable es que, por simple reflejo condicionado, provoque desinterés. El confesor que escucha mecánicamente, imparte un par de consejos tópicos y resuelve la penitencia con tres avemarias está cometiendo un acto impersonal. El catequista que concentra su esfuerzo en preparar los contenidos de la sesión semanal pero apenas se preocupa de entrar en el mundo de las personas con las que trabaja está cometiendo un acto impersonal. El profesor de teología que considera que la exploración del polo subjetivo supone una rebaja de la objetividad del mensaje está cometiendo un acto impersonal. Y los actos impersonales siempre pasan la factura.
No se trata de superar hábitos rutinarios para hacer más atractivo el mensaje. Se trata de caer en la cuenta de que, fuera de una verdadera experiencia de «encuentro», el evangelio se evapora. La fe es esencialmente una «experiencia de encuentro». Si fuera, ante todo, un credo, mi acento como evangelizador debería consistir en la transmisión escrupulosa de contenidos. Si fuera un rito, en la realización esmerada de sus celebraciones. Si fuera una norma, en su aplicación detallada. Algo de todo eso es, pero no es nada sin el fuego de un encuentro. ¿Cómo es posible comunicar una experiencia de encuentro a través de cauces impersonales? ¿Cómo puede ser buen evangelizador el que ha secado su capacidad de empatia y de relación? En este caso, como en tantos otros, el medio neutraliza el mensaje.
Hace años que Levinas nos abrió los ojos sobre el poder del rostro y de la mirada. Según él, cuando un hombre «me habla» (es decir, cuando se dirige a mí como persona) se convierte para mí en «rostro significativo». Ya no lo puedo incorporar a mí como si fuera un objeto. Ya no lo puedo dominar. Se produce una experiencia nueva, una verdadera revelación. El rostro del otro me descubre una exigencia incondicional que me abre al infinito: «La dimensión de lo divino se abre a partir del rostro humano».
El buen evangelizador sabe todo esto sin haber leído a Levinas. Lo sabe porque su fe nació cuando Alguien «le miró, le amó y le dijo». Es la secuencia personalizadora de todo evangelizador que se asemeje a Jesús.
Hay que aprender, por tanto, a mirar. El lenguaje no verbal de la mirada, cuando no está distorsionado por la simple curiosidad o por el morbo, es un lenguaje de reconocimiento, de aceptación, que establece un terreno propicio para el encuentro. Una mirada sin amor puede ser un dardo mortal, una forma sutil de explotación, un mecanismo objetualizador. El buen evangelizador mira amando. Se toma en serio a cada persona, la acepta como es, evita los juicios apresurados del moralista. Sólo cuando está seguro de haber mirado bien y de haber amado, se atreve a hablar, a proponer el mensaje. ¿Hay alguna escuela de teología que enseñe a «mirar» evangélicamente?
Es más grave un acto impersonal que un acto impuro. Los actos impuros atentan contra el sexto mandamiento. Poseen una larguísima historia de mala fama. Millones de conciencias han sufrido a causa de su durísimo tratamiento moral. Los actos impersonales atentan contra el primero. Quien no ama como personas a los hijos de Dios no ama a Dios, de quien todos sus hijos son «imagen y semejanza». Descender desde aquí hasta el trato exquisito en el confesionario o hasta el planteamiento de una catequesis es el arte del buen evangelizador. Aquí, como en todo, los detalles personalizadores marcan la diferencia.