La silueta grácil de una iglesia o la consistencia pétrea de un hospital de peregrinos llamaron la atención de Ortega y Gasset en sus correrías por la meseta castellana. Juzgaba el filósofo que con el lenguaje mudo de la piedra, las iglesias y los hospitales constituyen un espléndido y casi intemporal monumento a la fe y a la caridad. En la iglesia se ora, expresión suprema del creer. En el hospital se cura, manifestación inteligible del amar. ¿Dónde, sin embargo, se yergue en nuestros pueblos un monumento a la esperanza?
Esperar sigue siendo un verbo de difícil conjugación entre los humanos. Lo experimentamos a cada paso. Con frecuencia, también el evangelizador se siente inerme. Cada vez que se enfrenta al inevitable «análisis de la realidad», los indicadores negativos le crecen por encima de su temperamento. Si uno viaja a los países de Centroeuropa, casi siempre viene repitiendo lo del envejecimiento y lo de la rutina. ¡Si apenas se ven niños por las calles! ¡La iglesia se muere! Si regresa de un país del tercer mundo, entonces la desesperanza adopta otros matices: ¡Estamos peor que hace veinte años! ¡Esto puede estallar! Y si mira a la gente con la que vive, si se mira a sí mismo, es inevitable la sensación de que el evangelio es una melodía que se ejecuta molto adagio. ¡Menos mal que la Redemptoris missio nos ha recordado que la misión está sólo en sus comienzos!
¿Dónde van a parar los esfuerzos que miles de personas están haciendo por mejorar este mundo, por anunciar el evangelio, por suscitar y consolidar comunidades vivas, por inculturar la fe, por alentar el compromiso de transformación, por suprimir la miseria, por reconocer los derechos humanos, por instaurar la paz, por respetar la naturaleza?
Hay momentos en los que los mejores, heridos por un exceso de mal o de frivolidad, indignados éticamente y religiosamente, quieren tirar la toalla. Son conscientes de que ellos no son mesías, saben que todo anuncio se realiza en clave de pascua, pero no siempre pueden aguantar. La aparente desproporción entre la semilla sembrada y la exigua cosecha provoca sentimientos de desesperanza. Voces sesudas se encargan después de poner números y razones a los sentimientos primarios. La tristeza no se supera recordando que, aunque solemos irnos a la cama derrotados por el telediario, a la mañana siguiente encontramos en el rellano de la escalera el pan del día y una botella de leche fresca. Este triunfo de los pequeños hechos de la vida cotidiana sobre los acontecimientos magnos le llevó hace años a Manuel Vicent a condecorar a los panaderos como la «vanguardia de la historia». Es reconfortante, pero quizá no suficiente.
Hace más, Dios, que tan bien conoce la obra de sus manos, se «quejaba», por boca de Charles Péguy, con esta palabras: «Sé que puedo pedir al hombre mucho corazón / mucha caridad y muchos sacrificios… / Pero lo que no hay manera de lograr es un poco de esperanza… / Yo os conozco: sois siempre iguales: / estáis dispuestos a ofrecer grandes sacrificios / a condición de que no sean los que yo os pido». Y terminaba su desahogo divino con esta súplica: «Por favor, sed como un hombre / que está en un barco solo en un río / y que no rema constantemente / sino que, a veces, se deja llevar por la corriente».
¿Cuántos evangelizadores se dejan llevar por la corriente sin sentirse culpables? ¿Cuántos son conscientes de que el pesimismo y la desesperanza nunca constituyen una reacción cristiana? Quien, en nombre del «análisis frío de los hechos», priva a los demás de la esperanza es un fratricida. Y, además, probablemente, una persona superficial. Es cuestión de niveles. A ras de suelo crece la hierba y se amontonan las piedras. Un poco por debajo, se hacinan estratos diversos. A veces, sólo perforando la roca, se da con el agua. El evangelizador que está habituado a moverse en la superficie será casi siempre un hombre sin esperanza. Las malas hierbas y las piedras se multiplican por doquier. Tal vez llegue a algunos efluvios de optimismo, si su temperamento se lo permite, pero siempre amenazados por la fragilidad de las personas y las obras. El evangelizador que perfora la roca puede extraer el agua de la esperanza incluso en épocas de pertinaz sequía. Sabe que Cristo es nuestra esperanza. Sólo puede transmitir el evangelio de la esperanza el que posee una perforadora.
A una comunidad se le puede quitar todo: sus locales, sus responsables, su presupuesto. Y lo mismo a un pueblo. Pero no hay nada peor que robar la esperanza. Porque entonces la fe y la caridad tienen las horas contadas.