La celebración del Año jubilar constituye una ocasión singular para aprovechar y acoger el gran don de la indulgencia que la Iglesia, en virtud del poder conferido por Cristo, ofrece a aquellos que, con las debidas disposiciones, cumplen las prescripciones especiales para recibirlas. El Año Santo ha de ser un auténtico momento de encuentro con la misericordia de Dios para todos los creyentes. El papa Francisco «desea que el Jubileo sea experiencia viva de la cercanía del Padre, de su ternura, para que se fortalezca la fe de cada creyente y así, el testimonio sea cada vez más eficaz» [(Carta del papa Francisco a Mons. Riño Fisichella, con la que se concede la indulgencia durante el Año Jubilar de la Misericordia (1 de septiembre de 2015)].
Francisco desea que la indulgencia jubilar llegue a cada uno «como genuina experiencia de la misericordia de Dios, la cual va al encuentro de todos con el rostro del Padre que acoge y perdona, olvidando completamente el pecado cometido».
Hablar de indulgencia no es algo sencillo. Es un concepto rico, cargado de tradición y significado. El Código de derecho canónico (c. 992) y el Catecismo de la Iglesia católica (n. 1471) definen la indulgencia como «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos».
Lo importante es tener siempre en cuenta que lo que señalamos con la indulgencia es que «el perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites», dice Francisco. «En la muerte y resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz incluso de destruir el pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del misterio pascual y de la mediación de la Iglesia […] Dios está siempre disponible al perdón. Nosotros, sin embargo -insiste Francisco-, vivimos la experiencia del pecado. Sabemos que estamos llamados a la perfección, pero sentimos el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados. El sacramento perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados dejan en nuestros comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es más fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Iglesia alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado» (MV 22).
Vivir la indulgencia significa acercarse a la misericordia del Padre con la certeza de que su perdón se extiende sobre toda la vida del creyente. Indulgencia, dice Francisco, es «experimentar la santidad de la Iglesia que participa a todos de los beneficios de la redención de Cristo, para que el perdón sea extendido hasta las extremas consecuencias a las que llega el amor de Dios» (MV 22).
Lo que de verdad interesa, por tanto, será el querer vivir el Jubileo con esa actitud e intensidad, pidiendo al Padre el perdón y su indulgencia regeneradora, que nos sitúe como personas nuevas ante una nueva vida que quiere ser vivida ya siempre en su gracia. Es algo que no ganamos o nos damos a nosotros mismos. Es la Iglesia la que nos la concede. Los fieles, así, toman conciencia de que «no pueden expiar sólo con sus fuerzas el mal que se han infligido al pecar, a sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una humildad saludable» [Pablo VI, Indulgentiarum doctrina, 9].
¿Cómo se alcanza la indulgencia? ¿Con qué disposiciones y cuáles son las prescripciones especiales para recibir sus beneficios? Se trata, sobre todo, como ya dijimos en otro momento, de realizar una peregrinación hacia la Puerta Santa, como signo del deseo profundo de auténtica conversión. Ahí está la clave, en la disposición interna que lleva a amar a Dios y a detestar el pecado. El momento de cruzar la Puerta Santa, «evidentemente, ha de estar unido al Sacramento de la Reconciliación y a la celebración de la Santa Eucaristía, con una reflexión sobre la misericordia. Será necesario acompañar estas celebraciones con la profesión de fe y con la oración por mí y por las intenciones que llevo en el corazón para el bien de la Iglesia y de todo el mundo» [Carta del Papa Francisco a Mons. Riño Fisichella, con la que se concede la indulgencia durante el Año Jubilar de la Misericordia (1 de septiembre de 2015)].
Igualmente, ha dispuesto Francisco, se ganará la indulgencia jubilar cada vez que un fiel viva personalmente una o más de las clásicas obras de misericordia.
Ya hemos hablado de las personas con necesidades especiales. También para ellas es el Jubileo y la indulgencia, con tal de que, con el alma alejada de todo pecado y con el propósito de cumplir las citadas condiciones en cuanto les sea posible, se unan en espíritu y en deseo a la esencia de lo que el Jubileo demanda y a las intenciones del Papa.
Pero el Papa ha dispuesto que la indulgencia pueda ser obtenida también para los difuntos. En esa «comunión de los santos», que confesamos en el credo, sabemos que estamos unidos a ellos «por el testimonio de fe y caridad que nos dejaron. De igual modo que los recordamos en la celebración eucarística, también podemos rezar por ellos para que el rostro misericordioso del Padre los libere de todo residuo de culpa y pueda abrazarlos en la bienaventuranza que no tiene fin»16. La unión con estos hermanos que durmieron en la paz de Cristo no se interrumpe. Ellos, igualmente, no cesan de interceder por nosotros ante el Padre.
Al cumplir con lo establecido en el Jubileo se alcanza esa indulgencia que es como un baño de gracia purificadora y restituyente. El corazón humano queda así bien dispuesto para realizar el bien y vivir la misericordia para con los demás. El fruto de la indulgencia será, en definitiva, convertirse en Misericordiosos como el Padre. Al atravesar el umbral de la puerta Santa, nuestra alegría ha de ser tan grande como nuestra determinación para caminar como hombres y mujeres completamente renovados.