La prudencia de los analistas es necesaria, pero, a la hora de la verdad, quien abre camino es el evangelizador de rompe y rasga. El que no espera a tener todos los cabos atados para hacer una propuesta. El que, a veces, rompe el protocolo y roza la esfera del ridículo. El que bordea un poco la teología dogmática y puentea media docena de cánones. La evangelización auténtica tiene mucho de riesgo y de aventura. De una generación de evangelizadores bien preparados, tolerantes, corteses, pero sin audacia y sin la humildad suficiente para cometer errores, no cabe esperar mucho.
¿Cómo lograr que en las aulas de teología o en las escuelas de catequesis, además de enseñar las constituciones conciliares y algunas tesis de Rahner o de Kasper, se inyecte entusiasmo misionero? ¿Cómo se puede ser audaz sin ser intolerante? ¿Cómo aceptar sin remilgos de ninguna clase el pluralismo de las sociedades abiertas y, al mismo tiempo, no esconder con vergüenza la Uamita del evangelio cristiano? ¿Se puede hablar de Jesucristo en un periódico, en la radio, en una asociación de vecinos, en el metro, sin tener que utilizar un registro pietista y sin desempolvar viejos demonios ya enterrados? ¿Qué canales transmiten hoy con más nitidez el mensaje -Jesús es Señor»?
La escena, en su versión original, acontece entre los versículos 1 y 10 del capítulo tercero de los Hechos de los Apóstoles. Pero, en versiones dobladas, sigue aconteciendo hoy. Basta que haya un tullido, un templo/escenario y un evangelizador. Al principio, era un tullido «al que ponían todos los días junto a la puerta del templo llamada Hermosa para que pidiera limosna» (Hch 3, 2). Hoy son millones de personas las que, en la calle, en un despacho parroquial, en un confesonario, en un debate televisivo o en una chabola, piden respuesta a problemas concretos. Podría decirse que, en el fondo, con una etiqueta o con otra, buscan la felicidad. Quizá sea esa su aspiración más profunda y más genuina. Pero lo que quieren inmediatamente es reconciliarse con su marido, afrontar un cáncer, encontrar un trabajo estable, superar una depresión o saber a qué partido hay que votar. Y no toleran que se pase sobre estos deseos como gato sobre ascuas, como si fueran plebeyas concreciones categoriales de ese nobilísimo deseo trascendental al que denominamos felicidad.
Cuando el evangelizador pasa junto a estos tullidos contemporáneos siente en sus carnes una impotencia casi absoluta. Sus reivindicaciones le parecen escandalosamente concretas. Su fe y su preparación teológica no lo habilitan para ir resolviendo mágicamente cada problema que toca. Y por eso, en el concierto de las múltiples competencias humanas, puede sentirse incompetente, un «experto en nada». El médico tiene una palabra que decir cuando se trata de enfermedades. El empresario puede ofrecer un puesto de trabajo. Y algunos psicólogos hasta se atreven con las depresiones. ¿Cuál es la oferta del evangelizador? ¿Cómo no sentirse acomplejado si su competencia no se sitúa a la altura de las demás, ni siquiera después de haber obtenido el reconocimiento civil de su bachillerato en teología?Esta realidad hay que afrontarla sin maquillajes, porque en esta encrucijada de la «incompetencia/debilidad», que no se confunde con la falta de preparación, echa sus raíces el milagro del anuncio y de la fe. ¿Qué sucede cuando un evangelizador, sin pegar un salto espiritualista, armándose de audacia y de humildad, se atreve a responder, como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy. En nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar»? (Hch 3, 6). Cuando el evangelizador entrega la luz que ha recibido y no la esconde debajo del celemín sucede un fenómeno de presencia salvadora, un acontecimiento cristofánico, un milagro eclesiogenético. Palabras desmedidas para indicar algo simple: sucede el prodigio misionero.
Debemos seguir dialogando sobre los canales de transmisión. Y también sobre las interferencias y los ruidos contemporáneos. El Espíritu Santo no suple la falta culpable de competencia. No hay ninguna necesidad de cerrar las aulas de teología o de poner en cuarentena las escuelas de catequesis. Pero hay que implorar una sobredosis de audacia para creer que la Palabra es soberana, incluso cuando se presenta como irrelevante en el concierto de las altas competencias humanas. Es soberana y eficaz, con tal de que se proclame «en nombre de Jesucristo, el Nazoreo». Sin esta convicción no hay anuncio posible. No hay entusiasmo. Aunque se haga el ridículo por falta de tablas sociales.