«La Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia -el atributo más estupendo del Creador y Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaría y dispensadora» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n.13). En estas palabras de san Juan Pablo II nos reconocemos todos. Francisco las ha recordado en la Bula en la que ha convocado el Jubileo. La Iglesia no puede sino anunciar al mundo el Evangelio de la misericordia. La Iglesia es misionera por naturaleza. Su razón de ser es ser anuncio y fermento de Dios en medio del mundo. Y ha de serlo de forma creíble. No solo a título individual en cada miembro, sino también colectivamente.
Francisco nos ha recordado que la Iglesia «tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (EG 114). En el anundo de la misericordia, la Iglesia encuentra su misión. Si Dios es misericordia, la Iglesia no puede dejar de anunciar esta buena noticia de Dios. Y esto lo hace, como lo hizo Jesús, con obras y palabras.
La Iglesia no es una agencia de servicios sociales y de caridad; la Iglesia es mucho más que lo que hace. Ella quiere ser «sacramento» de Cristo en el mundo, signo e instrumento de la misericordia de Dios. La Iglesia quiere hacer tangible la misericordia del Padre y, a su vez, quiere ser dispensadora de ella. Por ello, aunque se sabe siempre necesitada de purificación, en esta hora -quizá más que en otros tiempos-, ha de estar a la altura de lo que es y debe ser. Con humildad, ciertamente, pero con no menos determinación.
Una Iglesia sin caridad y sin misericordia no manifiesta el rostro de Dios que nos ha revelado Jesús y, por tanto, se convierte en insignificante, o, lo que es peor, en un antitestimonio. El más grave reproche que se nos hace como Iglesia suele ser el de no llevar a la práctica lo que anunciamos a otros.
Una cosa parece evidente: el Evangelio solo se puede comunicar evangélicamente. Solo se puede ser testigo de la misericordia viviendo y practicando la misericordia. Sería una contradicción querer anunciar el Evangelio de la misericordia sin predicar con el ejemplo. Cuando vivimos lo que predicamos, sin embargo, la Iglesia «huele a Evangelio».
La autenticidad es siempre el mejor lenguaje. Varios pontífices nos han insistido en su Magisterio sobre la importancia del testimonio. Nos han repetido que el mundo de hoy no necesita maestros, sino, sobre todo, testigos. El mensajero es el mensaje. Por ello hemos de avanzar, individual e institucionalmente, cada día más, hacia la anhelada misericordia.
Estamos convocados por el Papa a ser Misericordiosos como el Padre. Esto no significa cambiar el Evangelio, rebajar sus exigencias o acomodarse a las modas o estados de ánimo actuales. El Evangelio es el de siempre, aunque tengamos que hacerlo actual. Es el mismo, pero -compréndase bien- no ha de ser lo mismo. La Iglesia siempre ha predicado la misericordia, pero quizá hoy hayamos de tomar nueva conciencia de su centralidad. Es, simplemente, una llamada de atención por si estábamos despistados. Lo importante es que lleguemos al corazón de los que hoy escuchan no con discursos teóricos o etéreos sobre Dios, alejados de la vida, sino que lo hagamos de modo concreto, a la vista de las necesidades y los sufrimientos de las personas, ayudándolas a descubrir al Dios de la misericordia en sus propias vidas.
El papa Francisco ha dicho que la Iglesia ha de «primerear» y por eso «se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el Pueblo. Los evangelizadores tienen así olor a oveja, y estas escuchan su voz» (EG 24). Y no lo dice a los sacerdotes o a las personas consagradas únicamente, sino a todos los bautizados que, por el hecho de serlo, somos discípulos-misioneros y estamos llamados a ser testigos de la misericordia.
No estamos solos ante esta tarea de ser testigos de la misericordia. El protagonista de toda evan- gelización es siempre el Espíritu Santo (Juan Pablo II, Redemptoris Missio, nn. 21-30). El es principio vital de la comunidad cristiana y, con razón, la Tradición cristiana lo ha calificado de «alma de la Iglesia». Sin él, la misión sería otra cosa. Sin el Espíritu Santo, se ha dicho, la misión de la Iglesia no sería sino mera propaganda. «Con el Espíritu, sin embargo, la misión se convierte siempre en un nuevo Pentecostés» ( Cf. palabras de su Beatitud Ignacio IV Hazim, Metropolita ortodoxo de Lataquia y entonces Patriarca de Antioquía, en la inauguración de la Asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias (Upsala, 1968)). «La vitalidad de la Iglesia -nos recordó Benedicto XVI- es fruto de este invisible pero operante Espíritu divino». El es el más interesado en llevar su plan adelante.
Francisco quiere una Iglesia que sea casa de misericordia. Un hogar para un mundo sediento de compasión y misericordia, un oasis donde poder saciar esa sed. Francisco nos anima a vivirlo:
«En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia» (MV 12).