Hace algunos años, conocí a una joven, estudiante universitaria, que cayó en una depresión muy grave e intentó suicidarse. Su familia, sobresaltada por lo sucedido, se unió a ella formando piña. La llevaron a casa y durante los pocos meses siguientes trataron de proporcionarle todo lo mejor que la medicina, la psiquiatría, la Iglesia y el amor humano podían ofrecerle. Probaron todo, pero no pudieron penetrar en el agujero siniestro y tenebroso en el que ella había caído.
Cuatro meses después la muchacha se suicidó. Había descendido a un infierno personal y privado en el que nadie de este lado de la eternidad pudo penetrar. Se sentía impotente para abrir su propia alma en busca de ayuda. Sospecho que muchas de las razones de su depresión no eran precisamente culpa suya. Ella ciertamente no quería estar dentro de aquella parálisis, circunstancia, lesión y mala salud que la encerraron allí. Todos nosotros conocemos historias parecidas.
¿Qué podemos decir acerca de esto?
¿Tiene nuestra fe algunas respuestas?
Hay una frase concreta en el Credo de los Apóstoles que echa su profunda raíz en los Evangelios y que arroja luz, clara luz, sobre este asunto. Es la frase: “Descendió a los muertos”. O, según otras versiones: “Descendió a los infiernos”. En esa frase se contiene, sin duda, la doctrina más consoladora de toda religión, sea cristiana o no. Lo que nos asegura es que la forma cómo Jesús murió y resucitó abrió las verjas de la muerte y del infierno mismo. ¿Qué quiere decir eso?
No es ésta una doctrina sencilla, precisamente. Hay diferentes niveles de significado dentro de ella. En un nivel, la frase expresa una creencia cristiana (que en sí misma necesita mucha explicación) según la cual, desde el tiempo de la caída en pecado de Adán y Eva hasta la muerte de Jesús, nadie, por muy virtuosa que su vida hubiera sido, podría entrar en el cielo. Las puertas del infierno estaban cerradas y solamente Jesús podría abrirlas por medio de su muerte. Hay una antigua homilía cristiana (que ahora forma parte del Oficio de Lecturas para el Sábado Santo) que pinta esto como en un cuadro tal como pudieras verlo representado en un icono. Describe a la vez: por qué nadie podía ir al cielo antes del descenso de Jesús al inframundo y cómo Jesús, una vez allí, despierta a Adán y a Eva y les conduce al cielo a través de una puerta ahora abierta. Pero eso es un icono, no una crónica real.
Los Evangelios insertan este tema dentro de un panorama más amplio. En el evangelio de Marcos, por ejemplo, vemos que es importante que Jesús penetre en cada oscuridad, en cada lugar tabú de este nuestro planeta y que lleve allá la luz y la curación de Dios. Así pues, Jesús penetra en lugares moralmente considerados tabú, algo así como los lugares de citas de su tiempo. Pero penetra también en todos los demás lugares oscuros, censurados o prohibidos, especialmente en el mundo de la enfermedad y de la muerte. Y recordemos que para el judaísmo del primer siglo, no había lugar más tabú que el de la muerte misma. Se creía que los seres humanos fueron creados para gozar de la presencia de Dios en esta vida y para no morir. La muerte era considerada como un mal, la consecuencia del pecado, un alejamiento de Dios, un lugar separado del cielo, sin puerta alguna de comunicación entre medio. Por tanto, decir que Jesús “descendió a los muertos” equivalía a decir que “descendió al infierno”. Todos los muertos se consideraban distanciados de Dios.
Una de nuestras más fuertes creencias sobre Jesús es que, al morir, penetró precisamente en ese inframundo, ese Sheol (sepultura común de la humanidad, una especie de infierno al que van a parar justos e injustos), ese lugar de separación y lejanía, ese “infierno”; y, una vez allí, infundió la luz y el poder sanador de Dios, de la misma manera que, según el evangelio de Juan, Jesús resucitado atravesó puertas cerradas por el miedo, y espiró paz y perdón. Atravesando puertas trancadas e infundiendo paz, Jesús desciende al infierno y, a la vez, abre las puertas del cielo.
Pero esto no es algo abstracto, un artículo del Credo que hay que aceptar por fe. Esto está sucediendo ahora todavía. Hay muchas formas de muerte, de Sheol, de inframundo, de infierno. La depresión que lleva al suicidio, la amargura incurable, una herida tan profunda que no puede curarse, la impotencia y desamparo de una drogadicción que destruye la vida, un espíritu agotado y aplastado, una enajenación demasiado profunda y duradera, imposible de superar,… cualquiera de estas causas puede dejarnos acurrucados y desamparados en una habitación trancada, en algún inframundo, en algún infierno personal, mientras nos sentimos demasiado débiles para poder abrir las puertas que llevan al amor y a la vida. Las puertas del cielo permanecen cerradas por muchas razones.
Ese fue el caso, descrito anteriormente, de la joven estudiante que se suicidó. Ella, la pobre, estaba en el Sheol. Pero no me cabe la menor duda de que, cuando se despertó al otro lado de la verja, Cristo penetró a través de las puertas cerradas de la joven, permaneció amablemente dentro del infierno personal de ella, y le infundió su paz.
En aquella antigua homilía que describía el descenso de Jesús al infierno, cuando Jesús despierta a Adán, le dice: “No te crié para permanecer prisionero en el infierno… ¡Levántate, dejemos este lugar!” Sin ninguna duda eso es lo que Jesús diría también a esa joven estudiante, y entonces él abriría para ella las puertas del cielo, justo como una vez abrió esas mismas puertas para Adán y Eva.