Abrir el día con los salmos (I)

Nuestras comunidades se reúnen para entonar la alabanza divina cuando despuntan las primeras luces del día y cuando cae la tarde. El inicio y el final de nuestra jornada están reservados a la oración. La Iglesia quiere, de este modo, que todo el afán de sus hijos discurra por el cauce de la oración: oración con toda la Iglesia al comienzo del día; oración tam­bién al finalizar el día, antes de entregarse al descanso nocturno.

La luz recién amanecida es mensajera de lo novedoso, aún sin estrenar. Tal vez nos parezca un tiempo propicio para el optimismo, antes de que crezca la luz ba­jo la inmensa mano divina. Bien sabe­mos, no obstante, que no todos los ama­neceres son iguales. Existen alboradas lu­minosas y otras que son opacas.Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Toda una gama de luz que va desde el gris oscuro al blanco radiante. Algo así puede ser nues­tra jornada, e incluso el mismo comienzo del día. Los salmos propios de la mañana reflejan los distintos matices de la luz. Será necesario que reparemos’ en ello. Los salmos matutinos, por otra parte, están entretejidos por la acción de diver­sos sujetos. Uno es el "yo" orante, indi­viduo o comunidad; otro el "tú" al que di­rigimos nuestra oración; y un tercero es la presencia de los otros: de "ellos." Quiero articular este breve recorrido por los sal­mos matinales sobre ese triple eje: las distintas situaciones en las que puede encontrarse el que ora, la percepción que se tiene de Dios, a quien va dirigida nuestra oración, y un conjunto de objetos o de personas, que o bien destacan el conteni­do de la oración, o bien crean la atmósfe­ra de una determinada petición.


Oh Dios, por ti madrugo

Emergemos del seno de la noche, no sólo porque hemos permanecido durante horas arropados en las tinieblas, también porque hemos soñado lo imposible: estar cerca de Dios, una vez superados los obstáculos y las dificultades externas e internas. La intensidad del deseo se refle­ja en el primer compás de este salmo: "Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madru­go / mi vida tiene sed de ti, / mi carne desfallece por ti / en tierra seca, reseca, sin agua " (Sal 63,2). El destinatario de esta ardiente súplica es Dios, cuya pre­sencia-ausencia está inseparablemente unida a la presencia dramática del cre­yente. Éste tiende hacia Dios, ya desde los comienzos del día, con toda la vehe­mencia de su vida y con toda la indigen­cia de su existencia. Nuestra vida trans­curre en tierra seca, reseca, sin agua. ¿Cómo no tener sed de Dios? Estamos sedientos de Dios, del Dios vivo. ¿Cuán­do veremos su rostro? Nuestra sed es ele­mental, similar al sordo clamor de la tie­rra en la que moramos. La tierra seca, re­seca pide la lluvia, aunque nada diga, y tan sólo presente su superficie agrietada; algo así sucede con el salmista: clama ar­dorosamente por Dios.

La anhelante e impaciente espera noc­turna está al acecho de las primeras luces del día para ponerse en marcha. Aún no se ha disipado totalmente la oscuridad, y mi vida se pone en movimiento hacia Aquél que es el centro de todo mi ser, ha­cia Dios, cuya presencia es sentida como el deseo "más radical de mí mismo", es­cribía Maritain. Es una sed radical y pri­mordial de Dios, cuya presencia puede ser alivio de mi existencia. Se explica así que mis primeras palabras, acaso ni si­quiera formuladas, sean éstas: "Oh Dios, tú eres mi Dios…". Tan vehemente plega­ria para comenzar permite entrever la in­tensa trama de relaciones interpersonales que vinculan al creyente con Dios, como rubrica el Cantar de los cantares: "Mi amado es mío y yo soy suya" (Cant 2,16). ¿Por qué este anhelo, por qué este ímpetu del deseo, cuando asoman las pri­meras claridades del alba?


Presencia y ausencia de Dios

Tal vez ha transcurrido un tiempo a lo largo del cual he vivido no la presencia de un Dios ausente, sino la ausencia de un Dios lejano y distante: "Mis lágrimas son mi pan día y noche, / mientras todo el día me repiten: / ¿Dónde está tu Dios?" (Sal 42,4). En vez del agua que sacia to­da sed, he bebido lágrimas a tragos, e in­cluso Dios mismo se ha tornado torrente arrollador: "Tus oleadas y tus olas me han arrollado" (Sal 42,8). "Fui castigado cada mañana" (Sal 73,14), confiesa un hombre piadoso que compara su vida con la de los malvados. Para éstos "no hay sinsabores, / sano y orondo está su cuer­po" (Sal 73,4).

El piadoso, sin embargo, que ha per­manecido firme en su fidelidad, tiene la impresión de haber sido castigado por Dios mismo, como el Job de todos los tiempos. Con la llegada del día podría es­perar que cesara el castigo y que viniera el consuelo. No es así: cada mañana es castigado. Se une, sin solución de conti­nuidad, la mañana con la tarde y con la noche: "Por la tarde, por la mañana, al mediodía / gimo y suspiro. / Él escuchará mi voz " (Sal 55,18). Tres acciones verbales califican cada uno de los tiempos de la plegaria oficial. La tristeza interior se manifiesta en el gemido; el suspiro se ele­va hacia Dios; acaso Dios se digne escu­char la voz inarticulada del gemido y del suspiro. ¿Será así? No siempre. Algún otro salmo anota el proceder divino en momentos cruciales para la vida del oran­te. Es lo que experimenta el moribundo que sabe que se muere: "Dios mío, de día te invoco, y no me respondes, / de noche, y no hallo descanso" (Sal 22,3). La noche se da la mano con el día, ininterrumpida­mente. La invocación, en tiempos de tan­ta estrechez, exigiría una respuesta. Pero no hay lugar para el diálogo. Quien mue­re afronta el último trance en el más ab­soluto silencio por parte de Dios. Es con­movedor, y también consolador, que este salmo haya sido puesto en los labios del Crucificado. Pablo se atreverá a decir que Jesús se hizo "por nosotros un maldito" (Gal 3,13). ¿Qué hacer ante el silencio de Dios?

Cabe una primera postura: callar. Tal vez no sea muy recomendable, al menos si nos atenemos a la experiencia de quien es consciente de su propia culpa: "Mien­tras callé se quebraban mis huesos / gi­miendo todo el día, / pues tu mano pesa­ba sobre mí; mi savia se secaba / con los calores estivales" (Sal 32,3-4). Si se des­cubren los propios pecados, alguien se encargará de cubrirlos, perdonándolos y perdonándonos. El silencio, por el contra­rio, trae consigo el quebrantamiento de los huesos y el gemido a lo largo del día. Más aún, la sequedad propia de los calo­res estivales y la esterilidad. El silencio, pues, ante el Dios silente no es la postura adecuada. Sus oídos oyen, aunque no se­pamos cómo, y sus palabras invitan al desahogo: "Invócame el día de la angustia, / te libraré y tú me darás gloria", escu­chamos en la requisitoria judicial del Sal 50,15. Dios "convoca" (Sal 50,1) y el cre­yente "invoca". El creyente necesita in­vocar a Dios para verse liberado de la es­trecha cárcel de su angustia. Consecuente con esta invitación divina, invoca a Dios todo el día: "Todo el día te invoco, / ten­diendo las palmas hacia ti" (Sal 88,10). El momento de la invocación se inició bien de mañana: "Con el alba irá a tu en­cuentro mi súplica" (Sal 88,14b), y ya no ha cesado durante el día, ni entrada la no­che: "Señor, Dios salvador mío, / día y noche clamo a ti" (Sal 88,2).

El creyente de este salmo, lleno de an­gustias cual ningún otro, espera que Dios le sonría con la salida del sol, una vez vencidas las tinieblas nocturnas. Aunque así no sea, o porque así no es, el creyente no desiste en su oración; todo su cuerpo es un clamor. Las palmas de las manos tensas y tendidas hacia Dios son una ex­presión plástica de la tensión del espíritu, todo él dirigido hacia Dios. ¿No ha de llegar a la presencia divina el clamor de los labios? ¿Sus ojos no verán el gesto del cuerpo y se dispondrá a ponerse todo el ser divino en camino hacia el orante: "Llegue a tu presencia mi súplica, / tien­de tu oído a mi clamor"? El gesto de la manos tendidas es también expresión de la búsqueda incesante, como se dice en otro salmo: "En el día de mi angustia te busco, Dueño mío" (Sal 77,3). Dios pue­de intervenir donde la esperanza ya no puede sobrevivir. Dios no está contra la muerte sin más, sino contra la muerte de la esperanza. Es el único capaz de sacarnos de la estrechez de la angustia y de situarnos en un camino amplio. Ese camino se atisba ya por la mañana.


El deseo anhelante

Incluso antes de que el día amanezca, quien desea y busca a Dios con todo el anhelo ya se ha puesto en marcha. "Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, / esperando tus palabras", leemos en el salmo dedicado a celebrar el amor de Dios mostrado en la Ley (Sal 119,147). Después de una larga espera nocturna, entregada a la oración, el orante está se­guro de que Dios responderá, quién sabe si a través de un oráculo sacerdotal. Los ojos del fiel vigilan. Ven cómo va disipándose la noche. Las primeras luces del día asoman tímidamente por el hori­zonte. Es el tiempo propicio para esperar la palabra del Señor, mientras los labios del creyente van susurrando la ley y su corazón vibra de Esperanza. Quien así se sitúa ante Dios, sea cual sea la circuns­tancia en la que vive, actúa como el cen­tinela, que espera la llegada de la aurora: "Mi vida aguarda a mi Dueño, / más que el centinela la aurora; ¡más que el centi­nela la aurora…!" (Sal 130,6). ¡Cuánto anhelo tras esta repetida exclamación! La imagen es gráfica e intensa. Nos evo­ca el diálogo que leemos en Isaías: "Cen­tinela, ¿qué queda de la noche? Centine­la, ¿qué queda de la noche?" -se le pre­gunta al vigía-, y éste responde: "Viene la mañana" (Is 21,11-12). El orante se ha constituido en centinela. Ha pasado la noche en vigilia, y acaso confiando, por aquello que celebra el salmo del peregri­no en el templo: Quien vive a la sombra del Omnipotente, "no temerá el espanto nocturno, / ni la flecha que vuela a me­diodía" (Sal 91,5).

Sean cuales fueren los peligros noc­turnos o matutinos, Dios protege y cuida al creyente. Éste se ha constituido en centinela que está al acecho de la huida de las tinieblas y de la llegada de la luz. Tagore lo expresaba bellamente en su ofrenda lírica: "Mi delicia es esperar y espiar al borde del camino, por donde la luz sigue a la sombra… El aire se llena del perfume de la promesa. Sé que lle­gará el momento feliz, y yo lo veré" (XLIV). ¡Yo lo veré…! ¿Qué verá el cen­tinela? ¿Qué contemplará el espía al bor­de del camino, por el que viene la luz tras las tinieblas?

De momento recordemos que la maña­na es un buen momento para expresar el deseo anhelante de Dios; un deseo incon­tenible y sustancial. Aunque con el nuevo día sea posible todo tipo de esperanza, el dolor y la angustia pueden abarcar tam­bién el amanecer y prolongarse a lo largo
del día. No es tiempo de callar, sino de clamar; que todo el cuerpo se convierta en oración. Habrá una mañana para quien espera al Señor. Dios responderá, mien­tras la fragancia de la promesa divina se esparce por los caminos.

(continuará…)