Pocas cosas anhelamos tanto como expresarnos y ser reconocidos. Llevamos dentro un deseo profundo de mostrarnos tal como somos, de ser conocidos, valorados, comprendidos y vistos como seres únicos, dotados y significativos. Cuando un corazón no es conocido ni apreciado en su profundidad, cuando carece de espacios para expresarse y ser reconocido, se llena de inquietud, frustración e incluso amargura. Sin embargo, expresar todo lo que somos no solo es difícil, sino que nunca llega a ser completamente posible.
Para la mayoría de nosotros, nuestras vidas siempre parecen más pequeñas que nuestros sueños y aspiraciones, sin importar dónde estemos o qué logremos. En nuestros momentos de fantasía, soñamos con ser famosos: el escritor aclamado, la bailarina brillante, el atleta admirado, la estrella de cine, el rostro de una portada, el académico influyente, el ganador del Nobel, un nombre que todos recuerdan. Pero, al final, la mayoría vivimos como uno más entre tantos, siendo desconocidos y, en el mejor de los casos, coleccionando algún autógrafo ocasional.
Esto puede hacernos sentir atrapados en una vida demasiado pequeña para lo que llevamos dentro. Nos sabemos extraordinarios, pero vivimos envueltos en lo mundano. Aun así, algo dentro de nosotros sigue clamando por expresarse, por ser reconocido. Sentimos que lo más valioso que poseemos está destinado a morir en la sombra, sin encontrar su propósito. Desde la perspectiva de este mundo, parece que gran parte de lo precioso y único en nosotros vive y muere sin sentido. Solo unos pocos logran la expresión y el reconocimiento que anhelan.
Esta realidad puede vivirse como un martirio. Iris Murdoch dijo una vez: “El arte tiene sus mártires, y no menos importantes son aquellos que han guardado silencio”. No poder expresarnos, ya sea por decisión propia o por circunstancias externas, es una especie de muerte. Pero, como toda muerte, puede entenderse y asumirse de diferentes maneras.
Si lo vemos como una tragedia insuperable, nos lleva a la amargura y al desánimo. Pero si lo aceptamos desde la fe, como una invitación a ser una parte silenciosa y oculta del Cuerpo de Cristo y de la humanidad, podemos encontrar en ello descanso, gratitud y un sentido profundo de propósito que alivia la frustración, la decepción y la tristeza.
Es importante recordar que gran parte de lo que sostiene nuestras vidas no proviene de las personas ricas, famosas o de quienes han logrado grandes cosas reconocidas por la historia. Como señaló George Eliot, no necesitamos hacer gestas grandiosas para dejar una marca importante en el mundo. El bien que crece en la humanidad depende, en gran medida, de actos sencillos y anónimos: “Que las cosas no estén peor para ti y para mí se debe, en parte, a la cantidad de personas que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas sin nombre”.
Qué verdad tan profunda. La historia está llena de ejemplos. Pienso, por ejemplo, en Teresa de Lisieux, quien vivió su vida en un pequeño convento de la Francia rural. Cuando murió a los veinticuatro años, probablemente era conocida por menos de cien personas. Desde la perspectiva del mundo, no logró nada destacado ni dejó una contribución visible. Entró al convento a los quince años y pasó el resto de su vida haciendo tareas simples en la lavandería, la cocina y el jardín. Su única herencia tangible fue un diario, un relato personal con errores ortográficos, donde narraba su vida familiar, su infancia y sus últimos meses enfrentando la muerte.
Sin embargo, ese pequeño diario la ha convertido en una figura reconocida mundialmente, tanto dentro como fuera del ámbito religioso. Su obra, Historia de un alma, ha tocado millones de vidas, a pesar de sus imperfecciones, que incluso tuvieron que ser corregidas por sus hermanas después de su muerte.
Lo que da poder a su diario no es lo grandioso de sus palabras, sino la autenticidad de lo que expresó en la privacidad de su alma. A lo largo de esos años de vida oculta, como niña y como monja, Teresa fue plenamente consciente de su unicidad y valor, pero eligió entregarlos con fe. Creía que sus dones y talentos estaban trabajando en silencio, pero con fuerza, dentro de un cuerpo místico y vivo: el Cuerpo de Cristo y de la humanidad. Ella se entendía a sí misma como una célula en ese cuerpo, aportando lo mejor de sí para el bien del mundo.
El anonimato nos ofrece esta misma invitación. No hay obra más significativa que podamos dar al mundo.
Jesús nos enseñó lo mismo: que hagamos el bien en secreto, sin buscar que nuestra mano izquierda, nuestros vecinos ni el mundo entero sepan lo que hace nuestra mano derecha.