Hace algunos años un monje benedictino, joven todavía, compartió esta historia en clase.
Vivía él en un monasterio en el que se guardaba una regla muy estricta. La observancia de la pobreza y de la obediencia exigía a los monjes pedir permiso al Abad antes de comprar cualquier cosa, aun el más pequeño artículo. Si quería él comprar una nueva camisa, necesitaba el permiso del Abad. Así mismo, si quería tomar algunos materiales de escritorio del almacén, un bolígrafo o algún papel, necesitaba permiso. Durante muchos años sintió que eso era infantil y humillante.
"¡Me sentía como un niño", dijo, "me parecía estúpido que un hombre adulto tuviera que pedir permiso para comprar una nueva camisa! Me fijaba en hombres de mi misma edad casados ya, criando hijos, comprando casas y siendo presidentes de compañías, y tenía la sensación de que nuestra regla benedictina me reducía como a un niño y eso me molestaba". Pero con el tiempo su actitud cambió: "Llegué a darme cuenta", prosiguió, "de que en nuestra regla hay un importante principio espiritual y psicológico al tener que pedir permiso para comprar o usar algo. En el fondo, ninguno de nosotros es dueño de nada, y nada nos llega por derecho. Todo es don, aun la vida misma; tendríamos que pedir todo, y no tendríamos que suponer que poseyéramos nada por derecho. Deberíamos agradecer a Dios simplemente por darnos un poco de espacio en la vida. Cuando ahora pido permiso al Abad, ya no me siento como un niño. Más bien siento que estoy en mayor sintonía con la forma como habrían de ser las cosas en un universo orientado-hacia-el-don, en el que nadie tenga finalmente el derecho de exigir nada como suyo propio. Todos deberían pedir permiso antes de comprar o usar cualquier cosa".
La historia de este monje benedictino me recordó un incidente de mi propia vida: Cuando era yo novicio en nuestro noviciado de los Oblatos, nuestro maestro de novicios trató de recalcarnos el sentido de la pobreza religiosa haciéndonos escribir dos palabras latinas, "Ad usum", en cada libro que nos dieran para nuestro uso personal. Estas palabras latinas literalmente significan: "Para uso". La idea era que, aunque te daban un libro para tu uso personal, nunca debías pensar que fueras tú realmente dueño del mismo. La propiedad auténtica se asienta sobre otra base diferente. Tú solamente eras administrador de la propiedad que pertenecía a algún otro. Y esta idea se extendía entonces a todo lo demás que te daban para tu uso personal – tu ropa, tu equipo de deporte, cosas que recibieras de tu familia, e incluso tus artículos de aseo personal y hasta el cepillo de dientes. Podías usarlos, pero no eran realmente tuyos. Los tenías "ad usum", para uso.
Uno de los jóvenes de aquel noviciado con el tiempo dejó nuestra comunidad y más tarde llegó a ser médico. Hasta ahora seguimos siendo amigos muy cercanos. Un día, cuando yo estaba en su oficina, tomé uno de sus libros de texto de medicina, abrí la cubierta y allí estaban las palabras: "Ad usum". Cuando le pregunté sobre eso, me comentó algo así: "Aunque ya no pertenezco a una orden religiosa ni tengo ya voto de pobreza, me gusta vivir según el principio que nuestro maestro de novicios nos enseñó: En el fondo, realmente no somos dueños de nada. Estos libros no son realmente míos, aunque los haya pagado y comprado. Son míos para usarlos, temporalmente. Nada realmente pertenece a nadie, y trato de no olvidarlo".
Estas dos historias pueden ayudarnos a recordar algo que en el fondo sabemos ya, pero que tendemos a olvidar, a saber, que lo que en último término ciñe toda espiritualidad, toda moralidad, y toda relación humana auténtica es la verdad inalterable de que todo nos llega como don, de modo que no podemos ser dueños de nada por derecho.
La vida es un don, el aliento es un don, nuestro cuerpo es un don, el alimento es un don, cualquier amor recibido es un don, la amistad es un don, nuestros talentos son un don, nuestro cepillo de dientes es un don, y las camisas, los lápices, los bolígrafos, los textos de medicina, todas estas cosas que usamos son -cada una de ellas- un don. Llegamos a tenerlas "para uso", pero nunca habríamos de abrigar la ilusión de que somos dueños de ellas, de que son nuestras, de que podemos exigirlas por derecho. Metafóricamente, en cada una de nuestras vidas debería haber un Abad a quien tuviéramos que pedir permiso para comprar o usar cualquier cosa. Eso sería una fórmula muy saludable…
Sentimos más claramente esa verdad en aquellos momentos en que estamos más en contacto con nosotros mismos (y generalmente esos son los momentos en que sentimos a tope nuestra vulnerabilidad y contingencia). Lo contrario también es cierto: En momentos en que nos sentimos fuertes, en control y conscientes de nuestro propio poder, tendemos a olvidar esa verdad y nos aferramos a la ilusión de que las cosas son nuestras por derecho.
Quizás, si todos nosotros tuviéramos que pedir permiso para comprar un nuevo cepillo de dientes o un nuevo artículo de vestir, seríamos mucho más conscientes de que todo lo que nos parece poseer es realmente nuestro… sólo "ad usum", para uso.