Hace cincuenta años, Kay Cronin, escribió un libro titulado, Cruz en el desierto, que es la crónica de cómo, en 1847, un pequeño grupo de misioneros Oblatos fue de Francia a América, al noroeste del Pacífico y, después de pasar amargas dificultades en el estado de Washington y Oregón, se fueron por la costa hacia Canadá y ayudaron a fundar la Iglesia Católica en Vancouver y en otras zonas de la Columbia Británica.
El autor habla de estos hombres, sin duda con un exceso de idealización y como si escribiese una hagiografía, como si se hubiesen entregado totalmente a su misión y vivieran completamente despreocupados de su propio bienestar y salud. Dejaron su amada Francia cuando aún eran jóvenes, sabían que probablemente nunca verían a sus seres queridos de nuevo, y aceptaron vivir en constante peligro, tanto por la dura vida de la frontera como por las amenazas de muerte provenientes de algunas tribus indígenas, por los representantes del gobierno y de los soldados. Todos desconfiaban de ellos aunque por razones opuestas. Los amenazaron muchas veces, los expulsaron de varias misiones, algunos fueron secuestrados y bastantes de sus casas y misiones fueron quemadas. Vivían en constante peligro. Nunca vivieron seguros. Nunca estuvieron libres de amenazas.
En lo que se refiere a comodidades mínimas, carecieron casi de todo. Vivían en chozas de madera y barro, comiendo mal y poco. En la zona había pocos médicos, tenían didifucltades para mantener una buena higiene, y, a menudo, durante sus viajes, tuvieron que dormir a la intemperie sin refugio para protegerse de la lluvia y el frío. Muchos cayeron enfermos de reuma y otras dolencias muy jóvenes. Por otra parte, nunca fueron capaces de echar raíces, de sentirse cómodos en ningún lugar, de hacer el tipo de amigos y contactos que pudieran ser un descanso y apoyo para ellos mismos. Tenían la fe, tenían a Dios y a ellos mismos. Y poco más.
Sin embargo fueron capaces de vivir todo esto con paciencia, sin excesiva autocompasión ni queja. Escribieron cartas muy positivas e idealistas a su casa madre en Francia y a sus familias, y llevaron diarios en los que expresan sobre todo la alegría de sus modestos éxitos en el ministerio. Casi nunca se quejaron de las penurias en el alojamiento o la comida ni de la inestabilidad en su vida.
Como misionero Oblato, como miembro de la misma familia religiosa, leo todo esto, por supuesto, con orgullo. Estoy orgulloso de lo que hicieron estos hombres, y con razón. Entregaron totalmente su vida.
Sin embargo, dicho esto, la lectura de su historia me da también una lección de humildad. Su sacrificio radical de todas las comodidades es para mí un espejo al que me asomo con mucho azoramiento y vergüenza. Miro a mi vida, y veo que hay en ella mucho de adicción a la comodidad y a la seguridad. No quiero vivir como ellos. Quiero comida sana, agua potable, higiene, descanso regular, acceso a buenos médicos, acceso a las noticias y a la información, posibilidad de viajar, contacto regular con amigos y familia, posibilidad de tener tiempo para retiros y vacaciones, acceso a formación permanente. Y, no menos importante, quiero sentirme seguro. Quiero ser un buen misionero pero, al tiempo, quiero sentirme seguro y cómodo.
Me consuela el hecho de que los tiempos de hoy son muy diferentes a aquellos en que aquel grupo de misioneros desembarcó en el noroeste del Pacífico. Yo no podría hacer el trabajo que hago, al menos no por mucho tiempo, sin una vivienda digna, alimentación adecuada, higiene, acceso a educación e información, descanso regular y salidas recreativas sanas. Mi vida y mi ministerio es un maratón, no una carrera, y cuidarse en esos aspectos es una virtud no un vicio.
Aún así, es fácil racionalizar nuestra vida y convertirnos en adictos a la comodidad y a la seguridad. San Pablo, reflexionando sobre su propia vida misionera, escribió una vez que se sentía bien con lo que se le diera –ya fuera mucho ó poco–. Me gusta también pensar eso de mi propia vida. Pero, lo cierto es que la mayoría de nosotros, cuanto más tenemos para vivir, más tendemos a proteger lo que tenemos.
Thomas Merton dijo una vez que lo que más temía en su propia vida no era tanto una traición gravísima a su vocación, sino una serie de "mini-traiciones" que le condujesen a un tipo diferente de muerte. Ése es el peligro que temo también para mí y para nuestra cultura.
Como hijos de nuestra cultura, creo que es fácil convertirnos en adictos a la comodidad y a la seguridad. Una vez que nos hemos acostumbrado a la seguridad, a la buena comida, al agua potable, a la higiene, al acceso a buenos médicos y medicinas, al acceso al entretenimiento constante, a la información instantánea, a la conexión regular con nuestros seres queridos, a oportunidades educativas y recreativas ilimitadas y a comodidades maravillosas de todo tipo, surge el gran peligro: nos va a costar mucho ser capaces de renunciar a ninguna de esas comodidades y seguridades. Quizá, lo más probable, es que acabermos nuestros días como buenas personas. No cometeremos grandes traiciones. Pero tampoco nos entregaremos del todo. No sólo seremos incapaces de renunciar a nuestra vida por nuestros amigos. Es que ni siquiera seremos capaces de renunciar a nuestras comodidades por ellos.