Afrontar nuestros momentos duros

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.El discernimiento no es una cosa fácil. Toma este dilema: Cuando nos encontramos en una situación que nos está causando profunda angustia interior, ¿nos marchamos, asumiendo que la presencia de tal dolor es un indicio de que este no es el lugar adecuado para nosotros, que al fin algo hay aquí fuera de lugar? O, como Jesús, ¿aceptamos permanecer, diciéndonos a nosotros mismos, a nuestros seres queridos y a nuestro Dios: “¿Qué diré, líbrame de esta hora?”

En el preciso momento en que Jesús estaba afrontando una muerte humillante por crucifixión, el Evangelio de Juan da a entender que se le ofreció una oportunidad para escapar. Una delegación de griegos, por medio del apóstol Felipe, ofrece a Jesús una invitación a irse con ellos, a ir a un grupo que le recibiría a él y su mensaje. Así que Jesús tiene una opción: Soportar la angustia, humillación y muerte en su propia comunidad o abandonar esa comunidad por una que lo aceptará. ¿Qué hace? Se hace esta pregunta: “¿Qué diré, líbrame de esta hora?”

Aunque esto se exprese como una pregunta, en realidad es una respuesta. Él escoge permanecer, afrontar la angustia, la humillación y el dolor porque lo ve como la precisa fidelidad a la que es llamado dentro de la dinámica misma del amor que predica. Vino a la tierra para encarnarse y enseñar lo que es el verdadero amor; y ahora, cuando el coste de eso es la humillación y la angustia interior, sabe y acepta que esto es lo que ahora se le está pidiendo. El dolor no le dice que está haciendo algo equivocado, que está en el lugar inapropiado o que su comunidad no merece este sufrimiento. Al contrario, se entiende que el dolor lo llama a una fidelidad más profunda en el corazón mismo de su misión y vocación. Hasta este momento, sólo se le pedía palabras; ahora se le está pidiendo que las convierta en realidad. Necesita asumirlo con fortaleza para hacerlo.

¿Qué diré, líbrame de esta hora? ¿Tenemos la sabiduría y generosidad de decir esas palabras cuando en nuestros propios compromisos se nos desafía a soportar la estéril angustia interior? Cuando Jesús se hace esta pregunta, lo que está afrontando es espejo casi perfecto para las situaciones en que todos nosotros nos encontraremos a veces. En casi todo compromiso que hacemos, si somos fieles, llegará una hora en que estemos sufriendo angustia interior (y muchas veces, también incomprensión exterior) y sean careados con una difícil decisión: ¿Es este dolor e incomprensión (y también mi propia inmadurez mientras permanezco en él) un indicio de que estoy en el lugar equivocado, que debería abandonar y encontrar a alguien o alguna otra comunidad que me quiera? O, en esta angustia interior, incomprensión exterior e inmadurez personal, ¿soy requerido para decir: ¿Qué diré, líbrame de esta hora? ¡Esto es a lo que soy llamado! ¡Nací para esto!

Creo que la cuestión es difícil porque con frecuencia el dolor angustiante puede agitar nuestros compromisos y tentarnos a abandonarlos. Matrimonios, vocaciones religiosas consagradas, compromisos de trabajar por la justicia, compromisos con nuestras comunidades eclesiales y compromisos con la familia y los amigos pueden ser abandonados en la creencia de que nadie es llamado a vivir en tal angustia, desolación e incomprensión. Verdaderamente, hoy la presencia del dolor, la desolación y la incomprensión se toma generalmente como un motivo para abandonar un compromiso y encontrar a alguien o algún otro grupo que nos afirmará, más bien que como un indicio de que ahora, precisamente ahora, en este momento, en este particular dolor e incomprensión, tenemos la ocasión de aportar una vivificante gracia a este compromiso.

He visto a personas que abandonaron el matrimonio, abandonaron la familia, abandonaron el sacerdocio, abandonaron la vida religiosa, abandonaron su comunidad eclesial, abandonaron las amistades largamente apreciadas y abandonaron los compromisos de trabajar por la justicia y la paz porque, en un momento, experimentaron mucho dolor e incomprensión. Y, en muchos de esos casos, también vi que era de hecho una buena cosa. La situación en la que estaban no era dar la vida por ellos o por otros. Necesitaban ser liberados de esa “hora”. En algunos casos, sin embargo, lo contrario era lo verdadero. Estaban en dolor muy agudo, pero ese dolor era una invitación a un lugar más profundo, más vivificante en su compromiso. Se marcharon, precisamente cuando deberían haberse quedado.

Por supuesto, el discernimiento es  difícil. No siempre es por falta de generosidad por lo que la gente abandona un compromiso. Algunas de las más generosas y desinteresadas personas que conozco han abandonado un matrimonio o el sacerdocio o la vida religiosa o sus iglesias. Pero escribo esto porque hoy, tan confiada literatura psicológica y espiritual no destaca suficientemente el desafío a mantenerse, como  Jesús, en el dolor muy agudo y la incomprensión humillante y, en vez de marcharse a alguien o algún grupo que nos ofrece la aceptación o comprensión que imploramos, aceptemos en su lugar que es más  vivificante decir: ¿Qué diré, líbrame de esta hora?