Agustín de Hipona (354-430)

Querido Agustín:

    Algunos te llaman ‘el santo del intelecto’ (pienso en la semblanza que, con ese título, te dedicó René Fülop-Miller). Otros te consideran más bien ‘el santo del corazón’, aludiendo a tu vida apasionada. Apasionada, primero, “por el furor de la sensualidad” que se apoderó de ti, como revelas humildemente en tus Confesiones, y luego, por tu hondísima y entrañable relación con Dios, por quien tu corazón anduvo inquieto (o ‘irrequieto’).

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     ¿Intelecto, corazón? ¿O tal vez las dos cosas? De hecho, los símbolos que te representan son un libro y un corazón inflamado y traspasado por una flecha (además de una iglesia, que recuerda a ‘la ciudad de Dios’).

    Conocías el lema de los maniqueos “Comprender para creer”, pero enseguida se te quedó corto: ¿cómo salvar la distancia entre el primer verbo y el segundo, entre la razón y el misterio, entre la inteligencia y la fe?  Hubieras caído en el agnosticismo de no haber experimentado la luz de esa fe que te abría otra perspectiva: “Creer para comprender”, y te llevó luego a cerrar el círculo dando su valor a cada uno de los extremos: “Creo para comprender y comprendo para creer mejor”, porque la fe, que sobrepasa la razón, también la ilumina y, por otra parte, la misma fe busca el entendimiento, según aquélla fórmula anselmiana (‘fides quaerens intellectum”) que no pudiste conocer literalmente porque, en tu tiempo, el santo que la formuló aún no había nacido…  

    Que fuiste un genio, no hay quien lo ponga en duda. Sólo tú podrías decirnos el número exacto de tus obras: opúsculos, ensayos, tratados exegéticos, teológicos, filosóficos, pedagógicos… O acaso ni tú mismo. Algunos especialistas llegan a considerarte el más fecundo de todos los pensadores y escritores. Tampoco importa demasiado. Más que el número, interesa la riqueza y el vigor del mensaje. Libros como  Las Confesiones, La Trinidad o La ciudad de Dios soportan tranquilamente el paso de los siglos; tu Regla monástica ha llegado a convertirse en guía espiritual para 400 familias religiosas.

    Pero más aún que tus obras escritas, importa el gran libro de tu vida, de tu historia personal. Tocaste los dos extremos hacia los que se puede orientar una existencia humana. Estremece oírtelo confesar tan descarnadamente. Durante la juventud, “me sonrojaba de no ser desvergonzado”. Para desgracia tuya y para tristeza y angustia de tu madre, Mónica, no tenías motivo para semejante sonrojo. Tu lascivia, tu orgullo y tu ambición llegaron a batir todas las barreras. Impresiona aquella larga lucha interior cuando sentías la llamada a un cambio radical de vida y pedías ansiosamente una prórroga: -“Mañana, mañana”, respondías. Te estoy viendo sudoroso en medio de la batalla: -“¿Y por qué no hoy? ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no termina en este momento mi desdicha?”

    Qué emoción para ti y para tu madre la vivida en aquella vigilia pascual del 24 al 25 de abril del 387, cuando, a tus 32 años bien cumplidos, recibiste el bautismo de manos del gran Padre de la Iglesia, San Ambrosio, obispo de Milán. Nunca lo olvidarás. La misma agua que limpió tu alma pecadora cayó sobre la cabeza de tu hijo Adeodato y de tu amigo Alipio, futuro obispo de Tagaste. Por fin podías experimentar lo que era absorber la presencia de Dios casi físicamente a través de todos los sentidos: “Tarde de amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé (…). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo (…). Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”. Luego vino tu historia, tus años de cristiano, de místico, de pastor de la Iglesia..

    Nunca pudiste presentir que al cabo de los siglos, muchos papas se honrarían llamándote su maestro. Pablo VI llega a reconocer que para él lo tienes todo, que eres “una enciclopedia de vida espiritual y cristiana”, “una mina siempre viva”, “una fuente inagotable”, “un tesoro fecundísimo”, y que acude a ti con la certeza de no abrir una página tuya  sin encontrar una palabra transparente y luminosa. Juan Pablo II te presenta como “hombre incomparable de quien todos en la Iglesia y en Occidente nos sentimos, de alguna  manera, discípulos e hijos”. Con el mismo entusiasmo, Benedicto XVI te reconoce como su gran maestro, como un modelo para cuantos buscan la verdad y como una parábola del ser humano de entonces, de ahora y de siempre.

    ¿Qué más? Ante tu misma tumba, nuestro gran Papa teólogo ha dejado al pueblo de Dios este bello mensaje: “Recomencemos desde aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser discípulos del Amor”.