Es una hora señalada en los relatos de Pascua, es la hora en la que se huyen las sombras, la silueta se alarga, la tierra emite la luz recibida. Es la hora de la brisa, cuando Dios bajaba al jardín a pasear y a dialogar con Adán y Eva.
Sorprende la resonancia de esta hora en las Sagradas Escrituras. Después del diluvio, la paloma volvió al atardecer (Gen 8, 11); es la hora en que las aguadoras van a la fuente (Gen 24, 11), la hora en que Dios dio de comer carne en el desierto a los israelitas (Ex 16, 12). Rut, la espigadora, estuvo espigando hasta el atardecer (Rt 2, 17).
Jesús, al caer la tarde, curó a muchos enfermos (Mt 8, 16), multiplicó el pan (Mt 14, 15), se retiró a orar (Mt 14, 23). Es la hora de recibir el jornal, de cruzar a la otra orilla (Mc 4, 35), momento en el que se inició la tormenta (Jn 6, 16), la hora de comenzar la cena pascual, la hora en que murió Jesús, y la hora en que José de Arimatea pidió permiso para sepultarlo.
Pero, sobre todo, a esta hora se apareció Jesús a los suyos. “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros».” (Jn 20, 19) Fue la hora en la que el Maestro se hizo encontradizo y caminante junto a los discípulos de Emaús, y cuando ellos le dijeron: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». (Lc 24, 29)
Si es posible que, después de una jornada de trabajo, el cansancio se apodere de la persona, y la caída del sol la vaya sumiendo en decaimiento y nostalgia por lo que no ha logrado durante el día, si se puede temer la llegada de la noche, por lo que significa de oscuridad, inseguridad o soledad, la Palabra del Señor irrumpe como luz permanente, y las tinieblas no vencerán a la luz, que es Cristo resucitado. Él, como pedagogo y maestro, ha querido hacerse presente ante los suyos para derribar los muros del miedo, de la tristeza, del escepticismo, de todo encerramiento en la añoranza.
El salmista recoge estos sentimientos. “El hombre sale a sus faenas, a su labranza hasta el atardecer. ¡Cuántas son tus obras, Señor! Y todas las hiciste con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas”. (Sal 104 [103], 23-24)
Es la hora de la amistad. Jesús, cuando pasaba el día en Jerusalén, al atardecer emprendía con los suyos el camino hacia Betania, donde le gustaba permanecer junto a los que amaba. “Entró en Jerusalén, en el Templo, y después de observar todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió con los Doce para Betania” (Mc 11, 11).
¿Gustas en tu jornada, a esta hora, un encuentro orante y agradecido?