Albert Schweitzer (1875 – 1965)

“Quien se encuentra con Jesús cara a cara
no tiene otra salida que ponerse a su servicio”.

Querido Albert:

    He oído muchos elogios sobre ti. Dicen, por ejemplo, que tenías ‘una cabeza privilegiada’. Te hiciste pianista, organista y musicólogo de categoría, especializado en Juan Sebastián Bach; investigaste la figura de Jesús y los escritos de san Pablo hasta el punto de que todavía hoy sigues siendo citado por los exégetas; te doctoraste en filosofía con una tesis sobre Kant y estudiaste a fondo “Los grandes pensadores de la India” en una obra que confronta el pensamiento de Oriente y Occidente; te encantaba la literatura, y Goethe, por ejemplo, no tenía secretos para ti; hiciste una brillante carrera de medicina con especialidad en enfermedades tropicales… (Te veo sonreír con un punto de ironía bajo tus solemnes y fluviales mostachos al oír estas cosas. Y más si añado que después de tu muerte en 1965 fuiste considerado en Estados Unidos -no me lo invento, créeme- como ‘el hombre más grande del mundo’).

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.      Sin embargo, no te escribo por nada de esto. Ni por cuestiones de doctrina: tú eras pastor protestante, pero si hablamos sobre ecumenismo coincidiremos sin duda con Juan Pablo II en que ‘la comunión de los santos habla con más fuerza que los elementos de división’. Aquí y ahora hay algo que me interesa sobre todo: tu vida como proyecto y testimonio de entrega a los demás.

    Ya en Pentecostés de 1896, a tus veintiún años recién cumplidos, lo tenías muy claro: diez años más para prepararme, y el resto para luchar contra la miseria y la desgracia. En 1913 ya estabas en Lambaréné, Gabón, fundando un hospital e iniciando en él tu larga aventura africana al servicio de los más pobres. Hubo dificultades, muchas dificultades, ¿lo recuerdas? Las repercusiones de la primera guerra mundial, la delicada salud de Hélène, tu esposa, la economía… Pero en 1923 habías logrado acondicionar cuarenta módulos con capacidad para 250 enfermos.

    Te hubieran sobrado méritos para hablar desde el podium como un campeón olímpico, pero tu estilo era otro: "Soy solamente un médico vulgar y silvestre. Todo lo que quise fue fundar un pequeño hospital. Pero los pacientes comenzaron a llegar interminablemente y hubo quienes donaron tierras y otros que quisieron ayudar, de modo que creamos una gran familia. Actualmente, hay seis médicos y quince enfermeras. Somos una especie de república evangélica. La gente llega y pregunta: ¿qué es lo que puedo hacer? Lo hacen y cuando quieren se van”. Dudo que se pueda decir más en menos. Y, por supuesto, nunca alardeaste de tener un sobrino carnal que se llamaba Jean-Paul Sartre. Esa curiosidad la destacan hoy tus biógrafos.

    Eso sí, cuando las ayudas eran insuficientes, organizabas una gira por Europa. En ella, lo mismo dabas un concierto de órgano en Edimburgo, Estocolmo o Amsterdan que pronunciabas conferencias de alto nivel sobre cualquiera de tus especialidades. Y el músico, el exégeta, el filósofo o el literato echaban una mano al pobre director de hospital en África. Entretanto mantenías una correspondencia abundantísima con toda clase de personas. Y escribías, escribías mucho. Tu obra completa llenaría veinte gruesos volúmenes. Precisamente, la película “Es medianoche, Doctor Schweitzer”, de Gilbert Cesbron,  fue para muchos una revelación al poner de relieve la ilusión con que trabajabas. Por algo solías repetir que los años arrugan la piel, pero renunciar al entusiasmo arruga el alma.

    Cuando en 1953 te dieron el Nobel de la Paz, fuiste tú quien honraste al Premio, no al revés. Sé bien que el motivo de todo esto tenía un nombre: Jesucristo. Alguna vez habías dicho que quien se encuentra con él cara a cara no tiene otra salida que ponerse a su servicio. No eran palabras. Ya a tus treinta y un años regalabas a los especialistas una obra  “En búsqueda del Jesús histórico” que destacaba no sólo por la erudición  sino también por la pasión de tus convicciones. ¿Cómo te sentiste cuando a tus 90 años le entregabas a Cristo tu último aliento en el mismo hospital que habías fundado para los pobres, es decir, para él?