Alegrarse con los demás

28 de septiembre de 2024

Siguiendo las reflexiones sobre la familia que propone el Papa Francisco en su exhortación apostólica, nos encontramos con este título. Sin duda, una síntesis de muchas otras aptitudes que hemos venido comentando a propósito del amor en el matrimonio.

Iniciemos definiendo a la alegría para comprender mejor lo que nos propone el papa Francisco. Conforme las definiciones más comunes que hay al respecto, diremos que la alegría es el sentimiento grato y vivo que comporta emociones placenteras y que responde a un suceso valorado como favorable.

Un suceso que también provoca un buen estado de ánimo y la sensación de confianza y júbilo. Quizá justamente por este motivo, la mayoría de los estudios sobre la felicidad incluyen a la alegría como una de sus expresiones más contundentes.

Hay que resaltar que alegrarse por uno mismo y por los demás, es un signo de nuestra capacidad emocional de captar lo bello, lo bueno y amable de la existencia y además evidencia nuestra apertura y empatía.

Empecemos por preguntarnos ¿nos causa satisfacción que los demás se alegren con nuestros logros, eventos y situaciones favorables? ¿qué nos motiva a compartir nuestras alegrías con otros?

Cuando obtenemos algo que nos provoca un estado de euforia (la superación de un problema, un buen trabajo, un reconocimiento, un suceso feliz, etc.) ¿acaso no tenemos una urgencia de compartirlo con quien amamos?

Como decía Santo Tomás, la alegría siempre provoca una dilatación de la amplitud del corazón.

Lo entenderá si lo pone en su experiencia personal. Es muy natural sentir amplitud cuando estamos alegres y tener esa sensación de que “es mejor cuando es posible compartirlo”. De hecho, es muy natural que guardemos la expectativa de que los demás también se alegren y con ello, confirmen que les importamos y que nos quieren.

Lamentablemente, en nuestro tiempo, la lógica del individualismo genera complicaciones en este tema. El egocentrismo hace que muchas personas exijan a otros que se alegren con lo suyo, pero al momento de compartir los logros ajenos, les resulte imposible sentir alegría.

Evidentemente, si el centro de satisfacción es el “yo” es muy fácil que ese “yo” necesite compararse y competir con los demás y al hacerlo, encuentre razones para no alegrar-se por los logros de los demás.

En los casos más extremos, la envidia y los celos eliminan cualquier posibilidad de alegrarse con otros y por otros. En el centro de esta dificultad además de un ego implacable, existe una oculta necesidad de auto afirmarse mediante la comparación y la competencia.

¿Como podría alegrarme si el otro tiene algo que yo quisiera para mí? ¿Cómo podría alegrarme de los logros de los demás si yo necesito sentir que soy mejor que ellos?

Sin duda, estos cuestionamientos dejan ver con claridad que la capacidad de alegrarse con los demás implica una trascendencia del yo. Un olvido de mis intereses personales a favor del otro.

Observémoslo con detenimiento. Imagine usted que su pareja le comenta un logro personal, ¿cómo reacciona? ¿se pone usted como centro de referencia o pone al otro?

Si usted es la referencia central, quizá le surjan preguntas como: ¿en qué me beneficia? o ¿en qué me afecta? En este caso, claramente no sentirá regocijo a menos que evalúe la situación como provechosa para usted y, por tanto, no podrá compartir honestamente la alegría de su pareja. Cruda realidad del egoísmo o de alguna defensa psicoemocional.

Ahora piense en lo contrario. Usted no es el centro de referencia sino el otro. Su pare-ja está feliz y además siente la necesidad de compartir con usted ese momento. ¿Acaso no es para celebrar que sea usted esa persona especial? ¿Acaso la alegría no es por sí misma una celebración de la vida?

Responda con honestidad, pues de esta reflexión puede indagar sus propias dificultades empáticas o quizá, identificar esos resentimientos que a veces guardamos y que nos impiden sentir la alegría de los demás.

Es un hecho que la alegría contagia al hogar cuando es honestamente compartida. Alegría que además habla de generosidad pues es tan generoso el que la comparte como el que es capaz de recibir-la.

Recordemos como cristianos la parábola del hijo pródigo y recapacitemos en la actitud del hermano que resintió la celebración. Seguro comprenderemos con la sencillez propia del lenguaje de Jesús, toda la profundidad que significa la capacidad de celebrar la alegría como familia.

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