¿Dónde serviré yo más y mejor?
Yo era un pobre muchacho, un pringadete de un barrio… Hace unos años, los Celtas Cortos, un grupo musical de Valladolid, consiguió el número 1 con esa canción. Así me encontraba yo, en mi ciudad natal, con mi familia, mis amigos, mi colegio… Hablamos del siglo pasado, cuando no había móviles, y empezaban a aparecer los primeros ordenadores con cintas de audio y discos de 51/4. Casi nada. Mi práctica religiosa se limitaba a la misa dominical (eso sí, sin faltar ni un domingo, ya se encargaba mi madre) y la catequesis hasta los 14 años. Hasta la Universidad, nada destacable. Pero…
En 2º de Derecho, un amigo de clase me comentó que sus padres habían celebrado las Bodas de Plata, y el cura, en la comida, le había propuesto a él y a su hermano (al que yo también conocía) ser catequistas de Confirmación. Yo me había confirmado al acabar el C.O.U. (Curso de Orientación Universitaria, según el antiguo plan de estudios), en un colegio religioso, sin preparación específica para recibir al Espíritu. Después de 12 años de clases de religión, se suponía que algo sabíamos de los sacramentos.
En esa época, yo tenía la inquietud de hacer algo por los demás. No sabía exactamente qué, pero algo había que hacer. Así que – inconsciente de mí – le dije que sí a mi amigo y nos fuimos a hablar con el cura encargado de la Confirmación en la Parroquia. Al poco tiempo, me vi delante de un grupo de 15 adolescentes, con muy pocas ganas de hablar y sin tener ninguna experiencia con grupos. Fue una “buena” experiencia.
Allí conocí más de cerca de los Claretianos, su forma de hacer las cosas, su cercanía a la gente y su estilo. Me gustó más que lo que había visto con los Jesuitas, qué le vamos a hacer, cada uno tiene su carisma. Terminó el curso de Confirmación (dos años) y pasé a trabajar en el Centro Juvenil Jucoma (Juventudes del Corazón de María). En una de las Convivencias me dieron una pegatina que decía: ¿Dónde serviré yo más y mejor? Ahí quedó la cosa.
Terminé la carrera, y me fui un verano a Taizé, Francia, con los Claretianos. Un tiempo para pensar, rezar, compartir con gente de otros países lo que significa la fe. Volví a España, y a preparar oposiciones. Quería ser juez. Y así me pasé un año y pico, estudiando muchas horas al día, y a la vez, siendo catequista en la Parroquia del Corazón de María y participando en las reuniones de mi Comunidad Juvenil. Además, empecé el acompañamiento espiritual. ¿Eso qué es lo que es? Una vez al mes, hablaba de mi vida con un cura.
Antes de ir a estudiar, pasaba un ratillo en la capilla de la Parroquia, que estaba abierta desde muy pronto. Allí algo empezó a hervir dentro de mí. Tenía la impresión de que lo mío era el Derecho. Por otra parte, eso del ¿Dónde serviré yo más y mejor?, seguía dándome vueltas. Hablé con mi acompañante, y me dijo que me centrara en los estudios, que si lo “otro” era de Dios, acabaría volviendo. Así lo hice hasta la Semana Santa del año 92. Ese año, nos quedamos en Valladolid, en nuestro barrio. Y en la Pascua, el domingo por la mañana, sentí lo que se suele decir la llamada. Hablé con mi acompañante, y comencé un camino que me ha llevado de la plaza Circular a Los Negrales, dos años, luego a Loja, al Noviciado, un año. Después, cuatro años en Colmenar Viejo, con la primera profesión el año 95, y la profesión perpetua el año 1999. Luego, dos años más estudiando Derecho Canónico, en Colmenar. En 2000 me ordenaron como diácono, y en 2001, como sacerdote. En marzo debuté como sacerdote, y en septiembre me vine para Rusia. ¿Por qué Rusia? Como decía mi madre, ¿no había sitio más lejos? Porque somos misioneros, porque era joven, porque mis padres estaban bien y yo me podía ir tranquilo.
Mi trabajo como sacerdote se ha desarrollado, salvo el tiempo de vacaciones, en Rusia. Aquí he podido sentir lo que significa vivir en minoría. No ser nadie y, a la vez, encontrarte con gente que tiene muchas ganas de saber más de las cosas de misa. En Murmansk, con mucho frío y mucha oscuridad, encendiendo el cirio pascual mientras nieva, he podido ver que el Espíritu sopla como quiere y por dónde quiere. Si se ha conservado la fe en la antigua Unión Soviética, es que nada puede con nosotros. Mucha gente se ha vuelto a reconciliar con Dios, cuando les hablas del amor, de Dios como el Padre que ellos no han conocido. Las abuelas que te besan la mano (costumbre polacas) y que han seguido rezando y bautizando a los hijos y nietos, aunque les podían meter en la cárcel, o perder el trabajo, se lo merecen todo.
La lengua fue un obstáculo el primer año, pero no insuperable. El frío se puede llevar (no hace frío en Ávila o en Soria, vaya). Y queda la gente, quedan las confesiones y las charlas con muchas personas que, gracias a Dios, son ahora un poco más felices. Por ellos merece la pena estar aquí. por muchos años, si Dios (y los Superiores) quieren.