Con el preludio de la primavera, cuando ya todo olía a calor y a hierba nueva, se colaba por la puerta del jardín de la esperanza una voz mansa, comprometida y alegre. Presté atención y coloqué mis cinco sentidos al lado de ella. Esto fue lo que escuché: “tengo otras ovejas que no están en este redil; también a éstas tengo que atraerlas, para que escuchen mi voz” (Jn 10,16).
Me sentí atraído por esta voz y esta misión. La oportunidad de participar en ella se presentaba ante mis ojos como una gracia inmerecida. Alegre volví a embarcarme en una navegación, que estaría zarandeada por vientos y tormentas, pero seguro de saber de quién me había fiado y de que el recorrido iba a realizarlo con un buen número de manos amigas. ¡Misión a la vista! Y tocamos pie en otra realidad, en otra cultura, en otro suelo, en otras vidas, en otros rostros, con otros cantos, en otros hermanos, en otras heridas…y siempre con el mismo Dios que quiere que todos sus hijos e hijas vivan con dignidad, con esperanza, con salud, con paz.
El aeropuerto de S. Pedro Sula dio calurosamente la bienvenida al primer “montoncito” de misioneros que llegaban de España con las maletas repletas de ilusión y los deseos de compartir con aquellas buenas gentes una misma tarea evangelizadora, en la que ellos y ellas, se habían empeñado un año antes que nosotros en su preparación. Nuestro primer trabajo consistió en saber sintonizar con el momento que estaban viviendo, con sus
posibilidades y limitaciones; en caminar a su paso, organizar los equipos de misión, ultimar la preparación de materiales, visitar las comunidades parroquiales para ir adelantando el trabajo inmediato que tocaba realizar a cada comunidad. Tuvimos que atar algunos cabos sueltos, hacer horas extras, sufrir algún quebradero de cabeza, confirmar vuelos, repasar los equipos misioneros, conjuntar fuerzas, superar obstáculos y poner en marcha la segunda fase de la misión.
Nos vestimos con el traje de faena y el corazón de bodas y no nos los quitamos ningún día. Nos hemos sentido orgullosos de repartir el Pan y la Palabra, de sentarnos cada día a la mesa de la fraternidad, de convertir un poco más nuestro corazón a la justicia de Dios, de acompañar a pobres y desvalidos, de ser invitados a tantos hogares donde hemos sido bienqueridos, de compartir la fe y la vida con un número grande de personas, de pasear por bellas playas y subir a altas cumbres, de escuchar otros ritmos y cantar nuevas canciones, de tener los ojos abiertos para reconocer al Señor en cada una de sus presencias, de salir en busca de sus ovejas preferidas para que nadie se sintiera perdido, de quedarnos sorprendidos por la grandeza de su creación, por el brillo de tantas miradas y la confianza de tantas personas sencillas.
¡Cómo no caer en la cuenta de que nuestro Dios tiene nuestra piel y nuestras manos, de que ha gozado con nosotros, ha velado por todos, especialmente por los más débiles, por los enfermos, por sus misioneros y misioneras! Ha madrugado y se ha desvelado para estar a la cita en las “escuelas de oración”…
Ha entrado en los colegios, hospitales, centros penitenciarios, templos, aldeas, pueblos, ciudades, empresas, oficinas… Ha tenido su agenda llena de nombres, horarios, encuentros, entrevistas, programas de radio y televisión, reuniones, viajes…
Se ha fijado en la mirada de los mendigos que pululan por la ciudad, de los “cipotes y cipotas” (niños y niñas) que quieren jugar y divertirse, de los jóvenes que buscan un trabajo, de los que están metidos en las redes de muerte de la droga, del alcohol, de la violencia, de los que estudian en la universidad y quieren un futuro mejor para ellos y para su país… Se ha fijado particularmente en tantos mundos familiares, unos unidos y otros muchos desunidos, repletos de infidelidades, desamores, ausencias, olvidos y malos tratos.
Nuestro Dios se ha paseado por parques y plazas, por calles y rincones, por barrios y urbanizaciones, por “asentamientos humanos” y “bordos” (casitas de madera construidas a las orillas de los ríos). Ha rezado el rosario con la misma piedad y devoción con que lo hacen los hombres y mujeres de esta tierra.
Le gusta el “ángelus” del mediodía y sentarse a la mesa cada anochecer para escuchar a sus invitados. Le gusta tocar palmas, reconciliar, abrazar, sentir, bendecir, amar, agradecer, lavarnos pies y cara, sacar brillo a nuestros ojos, llorar con nuestras penas, soplar sobre nuestros pecados, guardarnos del mal, orar para que nuestra fe no desfallezca, darnos sosiego, acariciar a los niños, aceptarnos a cada uno , curarnos las heridas y sorprendernos con mil gestos de bondad.
Así se fue abriendo cada día la puerta de la misión, la puerta del jardín de la esperanza y del coraje, del valor y de la lucha por hacer más evangelio, por dar más Buena Noticia a todos.
Quise que en la portada de esta nueva memoria agradecida apareciese la mirada de una niña abriéndonos su puerta, invitándonos a entrar, a conocer su pequeño mundo, su suelo, sus ilusiones, sus paredes, sus sueños, sus juegos, su mirada tierna y chispeante, avispada y transparente. Ojos de luz que te rozan el alma con sus fulgores y te dan el abrazo de un afecto interminable. Las miradas de la multitud de niños y niñas son completas, limpias, tan limpias que no admiten ninguna contaminación.
Entrando por esa puerta estrecha comenzaron a aparecer todo tipo de rostros: alegres, cansados, hartos de todo, expectantes, sensibles, hospitalarios, generosos, frustrados, serenos, comprometidos, solidarios, serios, envejecidos, apasionados, hundidos, jóvenes,… Eran los rostros de la nueva misión. Eran amas de casa, campesinos, Delegados de la Palabra, maestros y maestras, periodistas, mujeres rodeadas de hijos e hijas y de
penurias que han librado batallas muy crueles en sus hogares y han vencido a fuerza de entrega sin tregua. Eran hombres de bien que han renunciado a escalar, sin con ello iban a pisar a otros hombres; muchas madres solteras en lucha permanente contra la marginación, que se han ido dejando la piel para no bajar la mirada y ofrecer a sus hijos una posibilidad de futuro; catequistas; sacerdotes que no se guardaron la vida para sí y la entregan por amor a sus comunidades, a su pueblo, a sus gentes, dejando siempre una huella de entrega y disponibilidad inequívoca: una opción clara por el evangelio, un corazón repleto de grandes ideales.