Una parábola para comenzar
Cuando el jefe volvió del viaje nos pidió cuentas.
El que recibió cinco talentos le dio otros cinco. El que recibió tres le dio otros tres… «Ven siervo bueno y fiel…».
Llegó mi turno:
Aquí me tienes, Señor:
He comprado con los cuatro talentos… Un edificio enorme, una estatua de bronce, un cáliz de oro… y el cuarto talento lo he cambiado en dólares y euros que son monedas seguras.
Y el jefe me dijo:
Empleado estúpido. Te di los talentos no para que los malgastases en objetos inútiles, sino para que produjeran talentos.
Avergonzado me fui a intentar recuperar los talentos.
Quise vender el edificio, la estatua y el cáliz y sólo me lo pagaban en euros y los euros no los cambiaban más que en edificios, estatuas o cálices.
Vosotros que entendéis de economía, decidme: ¿Qué puedo hacer yo para recuperar mis talentos?
Introducción
Cualquiera que compare la primera bienaventuranza según el evangelio de Mateo con la del evangelio de Lucas advierte enseguida algunas diferencias. La más llamativa afecta al sujeto de la bienaventuranza: ¿Son bienaventurados los pobres por el hecho de ser pobres o la pobreza ha de tener algo específico para ser bienaventurada? Mateo proclama dichosos a «los pobres de espíritu» (Mt 5,3); Lucas, a «los pobres» sin más: «Dichosos los pobres» (Lc 6,20b). Se tiene la impresión de que la pobreza es una condición imprescindible para acceder a la dicha evangélica. La riqueza, por el contrario, sería diametralmente opuesta a la bienaventuranza evangélica.
Al menos parte del auditorio que escucha la proclamación de las bienaventuranzas, según el evangelio de Mateo, ha abandonado sus bienes y pertenencias para seguir a Jesús. Así lo hicieron Pedro y Andrés: «Al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4,20). Del mismo modo se comportaron Santiago y Juan: «al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron» (Mt 4,22). Otros no tuvieron que abandonar nada, porque nada tenían. Eran aquellos que procedían de los cuatro puntos cardinales de la Tierra Santa y que habían sido curados de sus enfermedades y sufrimientos (Mt 4,24). Desde los comienzos de la narración evangélica va preparándose el clima hasta llegar a esta declaración de Pedro: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27 / Mc 10,28 / Lc 24,28). Contrasta la afirmación de Pedro con el proceder del joven rico: invitado a vender todo lo que tenía y a dar el importe de la venta a los pobres, Jesús le invitó a seguirle. El joven rico se marchó entristecido porque era muy rico (Mc 10,22). Entre el joven y Jesús se interpuesto otro dios: el dios Riqueza. Se comprende que el evangelista Lucas saque la siguiente conclusión: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Se ratificaría de este modo la impresión que nos dejaban las bienaventuranzas: así como la riqueza se opone a la dicha evangélica, se opone también al seguimiento de Jesús.
No es necesario aducir más textos que, en una primera impresión, parece que canonizan la pobreza y anatematizan la riqueza. No puede afirmarse, sin añadir ningún otro matiz, que la riqueza sea mala y que la pobreza sea buena en sí. Sucede más bien lo contrario. La riqueza es un don de Dios, y si no, ¿por qué condujo el Señor a su pueblo a una tierra en la que no carecería de nada? (Dt 8). Es tan sólo un ejemplo, que podríamos completar con otros muchos.
Para pensar
¿Se interpone algo entre tú y Dios?
+ (en F. López-Melús, o. c., 209-210).