AMARÁS AL PRÓJIMO COMO A TI MISMO
Para entenderlo que significa amarse a sí mismo, preguntémonos primero qué significa amar a otro. El amor hace al menos estas tres cosas:
2. El amor reconoce e intenta satisfacer las necesidades de la persona amada.
3. El amor perdona y olvida los fallos de la persona amada.
Cuando se nos pide «amar al prójimo como a nosotros mismos» lo que subyace es que cualquier cosa que hagamos por nuestro prójimo, estemos dispuestos a hacerla también y sobre todo por nosotros mismos. Son dos las personas a las que tiene que amar: tú y tu prójimo. No puedes amar a uno realmente si no amas al otro.
Imagina que eres una de esas personas a las que amas de veras. Distánciate un poco y pregúntate: ¿He intentado realmente ver y afirmar mi valor incondicional y único tal como lo veo y afirmo de ellas? ¿Intento verdaderamente considerar y satisfacer mis necesidades tal como tengo en cuenta y satisfago las suyas? ¿Me he perdonado realmente a mí mismo por mis faltas y errores del mismo modo que les he perdonado los suyos? ¿Piensas en ti mismo con la misma amabilidad y afecto con que lo haces de aquellas personas a las que más amas? ¿Te concedes a ti mismo el mismo afecto y comprensión que les ofreces a ellas?
El gran psiquiatra Carl Jung observó que todos estamos familiarizados con las siguientes palabras de Jesús: «Cada vez que hagáis eso al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacéis» (Mt 25, 35-40), Y Jung planteaba esta cuestión: «¿Qué ocurriría si descubrieras que el más pequeño de los hermanos de Jesús, el que necesita de tu amor y al que más puedes ayudar amándole, la persona para la que tu amor tendría mayor significado… qué ocurriría si descubrieras que el más pequeño de los hermanos de Jesús… eres tú?
AMOR Y DOLOR
El mundo en que vivimos está lleno de dolor. Y el dolor que reside en lo más profundo de los corazones humanos que nos rodean es como un dolor de muelas, que sólo le deja pensar en sí mismo. Nos acostamos con él y nos levantamos con él. Nuestro mundo está lleno de dolor, y por eso es un mundo sin amor. La mayoría de los seres humanos se vuelvan tanto en sí mismos a causa de su propio dolor, que les cuesta mucho dar amor a los demás.
La manera más segura de encontrar a Dios es entregarse a los demás: amarlos, aceptarlos como son, preocuparse por ellos, tener paciencia con ellos… Dios se encuentra tanto en la persona que ama como en la que es amada.
Lo que nos impide entregarnos y amar a los demás de esta forma afectuosa es una palabra de cinco letras: «dolor». El dolor psicológico, las dudas, las ansiedades, los miedos… Éstos son los tiranos que nos aprisionan. Todas las características detestables que poseemos los seres humanos son realmente gritos de dolor y llamadas de socorro. El mentiroso, el fanfarrón, el impostor, el arrogante y el egoísta no son más que poses destinadas a sofocar y ocultar el dolor de quienes no pueden amarse a sí mismos.
Si estuviéramos verdaderamente convencidos de ello, dejaríamos de considerar detestables a las personas. Las veríamos como seres que sufren y que necesitan todo nuestro amor. Veríamos a personas que necesitan que las aceptemos, que las revistamos de dignidad, que creamos en ellas. Piensa en las personas que te rodean, que sufren, que no son cariñosas, simplemente porque están demasiado heridas en su interior. De hecho, esperan un milagro: alguien que las ame y las llame de la muerte.
Del mismo modo que Dios esperaba que le encontráramos bajo el velo de la humanidad, aun cuando esa humanidad fuera una máscara roja de sangre y agonía (la cruz), ahora espera que le encontremos bajo otros velos humanos. Y nos resultará sumamente costoso si nos tomamos en serio las palabras de Dios: Mt 25, 35-40.
AMAR A DIOS Y AMAR AL PRÓJIMO
Nuestra llamada del Reino, la que cada uno de nosotros debe afrontar, es ésta: no puedo pronunciar mi «sí» de amor a Dios, sin pronunciar mi «sí de amor a ti». Tampoco tú puedes pronunciar tu «sí» de amor a Él, sin incluirme a mí en tu acto de amor. Jesús es muy claro a este respecto: si nos acercamos a depositar nuestra ofrenda sobre su altar y recordamos que sentimos un rencor imperdonable, debemos darnos media vuelta (Mt 5, 23). Primero debemos estar en paz los unos con los otros, y sólo entonces podremos acercarnos a Él con el don de nosotros mismos, el «sí» del amor. Él no desea mi ofrenda de amor, a no ser que también te la ofrezca a ti; ni desea tu ofrenda de amor, a no ser que la compartas conmigo.
En el Reino nunca soy menos que un individuo, pero nunca soy sólo un individuo, sino que soy siempre un miembro de un grupo, llamado por Dios a una respuesta de amor que debe incluir a todo el grupo, o es realmente inaceptable para Dios. No puede haber ninguna relación de amor con Dios, a no ser que nos relacionemos los unos con los otros en el amor. Algunas veces esto parece el coste más alto por ser cristiano, porque es mucho más fácil amar al Dios al que no se ve que al prójimo al que sí se ve.
El Evangelio de Jesús condena nuestro egoísmo y promueve cuanto de bueno hay en nosotros; también nos pide que resituemos nuestro centro de gravedad, que lo traslademos de la prisión del egoísmo al mundo de los demás, que pasemos del egocentrismo a la hermandad, de la lujuria al amor. Nos pide que creamos que el único verdadero poder en el mundo es el poder del amor. Nos exige que amemos no sólo a nuestros amigos, sino también a nuestro enemigos. Exige una revolución total, una conversión.
Una vez que le dices a Jesús el «sí» de la fe y aceptas su proyecto de plenitud de vida, el mundo entero deja de girar en torno a ti, a tus necesidades y tus gratificaciones; y serás tú el que tenga que girar en torno al mundo, buscando heridas para sanarlas, llamando amorosamente a los muertos a la vida, encontrando lo perdido, queriendo a los no queridos, dejando atrás todas las preocupaciones egoístas y parasitarias que consumen nuestro tiempo y nuestras energías. ¿No te parece terrible? Somos llamados a salir de nosotros mismos para ya nunca regresar, como si partiéramos de un viejo hogar, de un lugar en el que en otro tiempo vivimos y nos sentimos seguros. Una vez que encontramos verdaderamente a Jesús en la fe, ya no podemos ser los mismos de nuevo. Ésta es la peregrinación de la fe.
Lo que la hace incluso más terrible es que no hay garantías de devolución de dinero, no hay mapas de carreteras que indiquen un determinado destino, no hay procesos lógicos de verificación. Sólo una voz, la voz de Cristo en algún lugar de nuestro interior pidiéndonos: «Abandónate, déjate llevar, cree en mí, confía en mí, déjate llevar…».
Cuando Jesús surge de las páginas del Evangelio como una voz viva pidiéndonos que nos abandonemos, su petición no es algo que pueda relegarse a una esquina inutilizada de nuestra vida, o reducirse a un rito de los domingos. Sencillamente dice: «Soltaos, renunciad a todos vuestros pequeños planes para lograr la seguridad humana; no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido… buscad primero el Reino de Dios, y Dios se ocupará de vosotros… no intentéis encajarme en vuestros planes, sino tratad de encontrar vuestro lugar en los míos… haced que yo sea vuestra prioridad, y yo me haré cargo de vuestros asuntos»:
Si cuando leéis el Evangelio, sentís que os recorre un pequeño estremecimiento de temor o experimentáis el impulso de eludir el desafío y cambiar de tema, puede deberse a que comenzáis a entender el valor de la renuncia de la fe. Si incide realmente en vosotros, tendréis una sensación de crisis, que identificaréis por el miedo que sentiréis en vuestro corazón.
Sería imposible responder si él no pusiera delicadamente su mano entre las nuestras diciendo: «No tengas miedo. Yo he vencido al mundo».
El amor puede ser la solución de nuestros problemas, pero debemos enfrentarnos al hecho de que, para ser amados, debemos hacernos amables. Cuando orientamos nuestras vidas hacia la satisfacción de nuestras propias necesidades y cuando salimos a buscar el amor que necesitamos, somos sin duda egoístas, por mucho que los demás intenten suavizar sus juicios sobre nosotros. No nos hacemos amables, aunque sí merezcamos compasión. Nos centramos en nosotros mismos, lo que hace que nuestra capacidad se quede atrofiada, y seguimos siendo unos niños perpetuos.
Sin embargo, si lo que pretendemos no es ganar directamente el amor, sino darlo, nos haremos amables, y sin duda, a cambio seremos amados. Esta es la ley inmutable para la que vivimos: la preocupación por uno mismo y el centrarse en sí mismo sólo puede aislar y provocar una soledad incluso más profunda y tortuosa. Es un círculo vicioso y terrible que nos atrapa cuando la soledad, al pretender ser mitigada por el amor de los demás, se limita a aumentar.
La única manera de poder romper este círculo formado por nuestros anhelantes egos es dejar de preocuparnos por nosotros mismos y empezar a preocuparnos por los demás. Naturalmente, no es fácil. Trasladar el centro de atención de nuestra mente del propio yo a los demás puede, de hecho, conllevar toda una vida de esfuerzo y trabajo. Y resulta más difícil porque debemos situar en el primer plano a los demás, en lugar de a nosotros. Debemos aprender a responder a las necesidades de los demás, sin buscar la satisfacción de nuestras propias necesidades.
AMOR Y LIBERTAD
El mayor regalo que podemos ofrecer a otro es el sentido de su propia valía. Es la mayor contribución que podemos hacer a la vida de cualquier hermano. Y sólo a través del amor podemos hacer ese regalo. Sin embargo, es esencial que nuestro amor sea liberador, no posesivo. En todo momento debemos dar a aquellos a los que amamos la libertad de ser ellos mismos. El amor afirma a los otros como otros. No los posee ni manipula como propios: «Tú no viniste a este mundo para satisfacer mis expectativas, ni yo para satisfacer las tuyas. Si nos encontramos, será estupendo; si no, ¿qué se le va a hacer?» (F PERLS).
Amar es liberar. El amor y la amistad deben capacitar a los que amamos para que den lo mejor de sí mismos, de acuerdo con su leal saber y entender. Lo cual significa que, desear por mi parte lo mejor para ti, y tratar de ser lo que tú necesitas que yo sea, sólo puedo hacerlo respetando tu libertad para sentir, pensar y decidir a tu manera. Si estimo tanto tu persona como la mía, que es lo que el amor exige, debo respetarla con todo el cuidado y la sensibilidad del mundo. Cuando te afirmo a ti, mi afirmación se basa en tu valor incondicional como misterio único, irrepetible e incluso sagrado de la humanidad.
A la hora de evaluar el amor que siento por ti, debo preguntarme si en lugar de ser afirmador y liberador, no será un amor posesivo y manipulador. Y para evaluarlo será útil que me pregunte: ¿es más importante para mí que tú te sientas a gusto contigo mismo, o que yo me sienta a gusto contigo? ¿es más importante para mí que tú consigas los objetivos que te has propuesto o que consigas los objetivos que yo deseo para ti?
AMAR AL OTRO SIN DEJAR DE AMARSE
Amarte no significa dejar de amarme a mí mismo. Por el contrario, la idea de que no puedo amarte a menos que me ame a mí mismo está aceptada universalmente por los psicólogos. Quienes no se aman a sí mismos están tristes, atormentados por una constante sensación de vacío que están siempre tratando de llenar. Como una persona con un terrible dolor de muelas, sólo pueden pensar en sí mismos, y están constantemente buscando un dentista, alguien que les haga sentirse mejor. Si no me amo a mí mismo, sólo puedo utilizar a los demás; no puedo amarlos.
Mi amor hacia ti no significa nunca una abdicación de mi propio yo. Posiblemente podría dar mi vida por ti por amor, pero nunca podría negar mi identidad como persona. Intentaré ser lo que tú necesitas que yo sea, hacer lo que tú necesitas que se haga y decir lo que tú necesitas escuchar. Al mismo tiempo, estoy comprometido en una relación sincera y abierta. Como parte de mi don de amor, siempre ofreceré mis pensamientos, preferencias y todos mis sentimientos, aun cuando piense que pueden ser desagradables o incluso herir tus sentimientos.
Si estamos comprometidos con total sinceridad y apertura, nuestra relación nunca será difícil ni estará marcada por proyectos ocultos, rencores reprimidos o emociones desplazadas; no nos comportaremos como adolescentes que no tienen valor para hablar claro. A menos que acordemos respetar la sinceridad y la apertura, nunca estaremos seguros el uno del otro, y nuestra relación parecerá más una farsa que una imagen de la vida real.
Ideas tomadas de distintas páginas del libro de J Powell "Las estaciones del corazón". Sal Terrae)