“Dios existe, y todo es verdad”
Querido André:
Hace tiempo recibí un mensaje tuyo que he leído varias veces y que no podría dejar sin contestación. ¿A cuántas personas y en cuantos idiomas ha llegado ese escrito? No lo sé. Sólo sé que es una carta abierta, publicada en forma de libro, con un título que ya está catalogado entre los grandes best seller del siglo XX: Dios existe, yo me lo encontré. Acabo de ver la opinión de un ateo acerca de estas páginas: “Como libro, me parece excelente”.
La verdad es que eras escritor. Sabías manejar el lenguaje con maestría, colocando la palabra precisa en el lugar preciso, como el carpintero acierta a dar mil veces con el martillo en el clavo sin desviarse un milímetro. Eras periodista, con más de quince mil artículos publicados. Eras miembro de la Academia francesa… Pero no es esto lo que pensaba decirte. Escritores, literatos, buenos periodistas ha habido y hay muchos. Lo asombroso es tu biografía, y, más en concreto, tu itinerario espiritual. ¿Me permites recorrerlo contigo?
Tu padre, primer secretario general del Partido Comunista Francés, te educó en un ateísmo total, tú prefieres decir “en un ateísmo perfecto, que no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema”. ¿Es preciso añadir que no estabas bautizado? Eso sí, te fascinaba Karl Marx, y para ti sólo la política tenía sentido. En cuanto a la religión, qué experiencia más triste y más vacía en aquella situación de increencia. El domingo era un día de aseo general. Confiesas que en Navidad os poníais vuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte. La fiesta se notaba en la comida, pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora: “era una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie”.
Déjame completar la estampa con otra pincelada especialmente expresiva: “Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona humana de Jesucristo. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respecto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más arriba, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”. Mientras respiras, deja que te recuerde un detalle. Tus padres se vieron precisados a mantener una fórmula que presentaba todas las apariencias de imparcialidad: Que nuestro hijo sea libre y elija el camino cuando sea mayor: “¿A los veinte años quiere creer? Que crea”.
Pero llega un día…; qué digo un día, un instante, en que sientes que todo cambia para ti. “Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios”. Pero ¿qué había pasado exactamente?
Habrá que comenzar diciendo que tenías un amigo, y que tu amigo tenía una historia. Sencillamente, Willemin había perdido la fe a sus 15 años y la había recuperado a los 23. Se comprende que tirara con fuerza de tu atención para conseguir que compartieras su experiencia. Discutíais con pasión, pero siempre terminabais en tablas.
Una tarde del verano de 1935 Willemin te invita a cenar, y cuando ya vais al lugar convenido detiene el coche junto a una iglesia y te pide que esperes. ¿Tu situación en aquel momento?: “Mi salud es buena; soy feliz, tanto como se puede ser y saberse; la velada se presenta agradable, y espero”. Lo que sigue sólo puedes contarlo tú: “Ateo tranquilo, nada sé evidentemente, cuando, cansado de esperar el fin de las incomprensibles devociones que retienen a mi compañero algo más de lo que había previsto, empujo a mi vez la puertecita de hierro para examinar más de cerca, como dibujante, como mirón, el edificio en el que estoy tentado de decir que se eterniza (de hecho, le habría esperado, todo lo más, tres o cuatro minutos)”
Luego te detienes como el miniaturista incapaz de expresar con el pincel todo lo que lleva dentro. “El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría?” Se te ha presentado de pronto la evidencia de Dios: “la evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un momento antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro”.
Ha sido un instante. Sales a la calle con tu amigo, que te observa con inquietud. -“¿Pero qué te pasa?”. -“¡Soy católico!”. Y, por si acaso, añades: “apostólico y romano”. Tu escrito es una de esas cartas que hay que leer de un tirón. Veo a Willemin atónito, sin entender nada, contemplando tus ojos desorbitados, misteriosos mientras escucha estas seis palabras tuyas: “Dios existe, y todo es verdad”. Menudo problema para tus padres. Nunca lo hubieran soñado. Habían dicho muy seguros: “Si a los veinte años quiere creer, que crea”. Y ahora tienes veinte años. También es mala ventura, Señor.
Tú les hablas con la convicción de quien testifica lo que ha visto. “Dios existe, yo me lo encontré”. Ya me dirás, querido André, si traduzco con fidelidad tu experiencia. Ves a tus padres desorientados preguntándose si aquel cambio inexplicable no será síntoma de una enfermedad. Y acuden al amigo médico, ateo y socialista como ellos, con una pregunta que puede traducirse así: “Doctor, estamos preocupados: André, nuestro hijo, se ha vuelto creyente, ¿es grave?”. El doctor te somete indirectamente a un interrogatorio que, al recordarlo más adelante, te hará sonreír.
Nada preocupante, fue su diagnóstico, se trata de un síndrome conocido como 'Gracia' que no requiere medicación. Te veo contarlo después con una sonrisa franca: esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia”..
De todas formas había que ser prevenidos y evitar el posible contagio: “Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella".
El diagnóstico del doctor no había sido tan desacertado; el pronóstico… ¡qué te voy a decir! Te habías encontrado con Dios a tus 20 años y setenta años después -¡a tus noventa!- te reencuentras con él más allá de la muerte sin haber cambiado de rumbo. Tu historia responde más bien al otro pronóstico que el gran místico sufí, Ibn Arabi, había condensado en breves palabras: “Aquel, cuya enfermedad se llama Jesús, ya no puede curar”.