Invitado por Ciudad Redonda a dar testimonio de mi ministerio con motivo del año sacerdotal y en la coincidencia de mi cuarenta aniversario de ordenación y de mi estancia como capellán de Buenafuente del Sistal y párroco de los pueblos del entorno, deseo ofrecer mi colaboración como signo fraterno.
Para ayudar a quienes comienzan la misión, podría referirme a mis primeros años, que fueron de fuerte contraste, al ejercer la tarea solo, en un lugar despoblado y en el momento del mayor vigor de mi juventud.
Podría traer a la memoria anécdotas o sucesos que me han acontecido a lo largo del camino, de los que siempre se saca enseñanza, como varios accidentes en los continuos desplazamientos por carreteras sinuosas y heladas.
Narrar los sueños fallidos o las intuiciones cumplidas es un capítulo existencial muy importante, que serviría a otros, porque de ello ha dependido en muchas ocasiones el sentimiento de realización humana, de plenitud o de fracaso.
Describir el medio rural en el que habito, la fenomenología de unas comunidades mermadas y envejecidas, y el secreto para subsistir sirviéndolas con agrado, aprendiendo la sabiduría del desierto, seguro que ayudaría a muchos.
Para no quedar en generalidades, ni en literatura de relleno, quiero dar fe de dos experiencias fundamentales a lo largo de mis cuarenta años, con la intención de expresar mi gratitud a la Providencia y el deseo de que pueda ser bueno para otros. La primera, el reconocimiento de que, en mis años de ministerio, me he sentido conducido. Si alguien se acercara al Sistal y ponderara la historia de los últimos años, en las que un pueblo en ruinas ha sido levantado, una zona desprotegida se ha visto asistida, un monasterio anónimo se ha convertido en centro de acogida para la oración, un servicio pastoral en solitario se ha transformado en presbiterio y en comunidad eclesial…, y pensara que alguien ha tenido un proyecto luminoso, profético, sagaz y que todo se debe a una persona, se equivocaría. La verdad, en mi caso, ha sido la obediencia a las insinuaciones sentidas en el corazón y a los signos providentes, acompañados por la fuerza, la capacidad y la colaboración de muchos. Mi historia en Buenafuente es testigo de una Providencia. No he sido el artífice de un proyecto más o menos logrado, sino el beneficiario de un acontecimiento, que me sobrepasa y agradezco a Dios. Desde esta experiencia es sabiduría dejarse conducir y obedecer a los signos providentes.
La segunda es de orden interno a la vez que social. Por el desarrollo de los acontecimientos y la estancia permanente en un lugar, se ha forjado una extensa red de relaciones con personas amigas, y con otras que, por diversas causas, buscan un lugar donde verbalizar el alma o una persona ante quien hacerlo. A medida que fueron creciendo las historias y los relatos de quienes agradecían la mediación sacramental o de acompañamiento, se me producía un sufrimiento interior, por la distancia entre la propia conciencia y la estima de los demás. La tentación llegó a ser muy severa, con capa de honestidad, y sentí la inclinación a la huida y a interrumpir la colaboración, por no haber coincidencia entre la experiencia interna y la estima social. En ese momento me ayudó mucho descubrir que la identidad del presbítero no es la del protagonista, sino la de la mediación. Comprendí, sobrecogido, que cuando la gracia atraviesa la pobreza del ministro, la solución no es abortarla, sino dejar que pase e intentar coincidir lo más posible con el don de Dios que se dispensa en favor de los demás. Tengo para mí como referentes constantes la misericordia divina y la confianza en la Palabra de Dios.
En estas dos secuencias resumo la travesía de la cuarentena de años en el ministerio, con gratitud a Dios y reconocimiento a tantos que han significado mediaciones históricas para poder llevar a cabo un designio providente.