En el centro de nuestra experiencia vital encontramos una enfermedad incurable: un desasosiego, una inquietud, una soledad, un anhelo, una ansiedad, un deseo, un sufrimiento por algo que nunca podemos identificar del todo. ¿Y cuál es el objeto de ese nuestro anhelo o ansiedad? ¿Qué es lo que sería capaz de calmar y satisfacer nuestra inquieta energía?
Ana Frank, en su famoso "Diario", presenta exactamente esta cuestión: "Hoy tenemos un sol radiante, el cielo es azul intenso, corre una brisa agradable, y sin embargo yo estoy tan ansiosa -tan nostálgica- por todo. Por hablar, por la libertad, por los amigos, por estar sola. Y así… ¡tengo ganas de llorar! Tengo la sensación como de que voy a estallar, y sé muy bien que lo mejor sería llorar; pero no puedo. Estoy inquieta, voy de una habitación a otra, respiro a través de una rendija de una ventana cerrada, siento cómo late mi corazón, como si él estuviera diciendo: ‘¿Acaso no puedes por fin satisfacer mi ansiedad?’ Creo que dentro de mí es primavera; siento que la primavera está despertando. La siento en todo mi cuerpo y espíritu. Me estoy esforzando por comportarme con normalidad, pero me siento totalmente confusa. No sé qué leer, qué escribir, qué hacer, sólo sé que estoy ansiosa y anhelante".
En todas partes se formula esa misma cuestión. ¿Qué es lo que pudiera dejarnos satisfechos? ¿Por qué esta implacable inquietud? En su serie de novelas titulada "Hijos de la Violencia", la novelista premio Nóbel, Doris Lessing, presenta a su heroína Martha Quest planteando esta pregunta como la cuestión central de la vida: ¿Hacia qué se dirige toda nuestra energía? A falta de una perspectiva religiosa, Martha logra interpretar el deseo humano sólo como algo ciego, energía erótica, una especie de voltaje, diez mil voltios de energía dentro de nosotros mismos. ¿Para qué? Para lo que cada cual decida y escoja – para la creatividad, el amor, el sexo, el odio, el martirio, el aburrimiento.
En el fondo, ¿qué es lo que estamos anhelando? ¿Qué podría satisfacer nuestros corazones inquietos?
Clásicamente, la espiritualidad cristiana ha respondido a esta cuestión con una sola imagen; toda nuestra inquietud y ansiedad es, en el fondo, un anhelo por ver el rostro de Dios. Con formidable intuición, San Agustín lo expresó bellamente de esta manera. "¡Tú nos has hecho para ti mismo, Señor, y nuestros corazones están inquietos mientras no descansen en ti!". Al escribir esto, Agustín hablaba por propia experiencia, pero también coincidía con un anhelo expresado ampliamente en el interior de tantas mujeres y hombres religiosos.
La idea aparece temprano en las escrituras judías: Ya en tiempo de Moisés, la gente plantea la cuestión: ¿Quién puede ver el rostro de Dios? Vemos esto en Moisés mismo, cuando sube a la montaña para encontrarse con Dios. Él pide ver el rostro de Dios. Y Dios replica: ¡Nadie puede ver el rostro de Dios y seguir viviendo! (Ex 33, 20). Sin embargo, cuando Moisés pregunta a Dios esta cuestión, su deseo es todavía completamente literal. Su deseo consiste en ver físicamente a Dios.
Pero los israelitas, conforme va madurando su fe, comienzan a entender este anhelo de forma diferente. Anhelar ver el rostro de Dios, con el tiempo se entiende no tanto como la curiosidad física de saber a qué o a quién se parece Dios, sino más bien como una imagen, un símbolo, una meta final de todo deseo humano. Ver el rostro de Dios es tener saciado todo deseo, apaciguada toda inquietud, calmado todo sufrimiento. Ver el rostro de Dios significa alcanzar una paz completa. Esto es lo que el salmista quiere decir con las palabras: "Como busca la cierva anhelante corrientes de agua, así anhelo yo ver el rostro de Dios. Tengo sed del Dios vivo; ¿cuándo veré el rostro de Dios?" (Sal 42, 1-2)
En tiempo de Jesús, en la espiritualidad judía está presente por todas partes la idea de que la única respuesta al anhelo humano es ver el rostro de Dios. Ver el rostro de Dios es alcanzar la paz. Pero nos queda todavía la siguiente cuestión: ¿Quién puede ver el rostro de Dios? ¿Cómo lo lograremos?
Jesús nos ofrece una buena respuesta: ¿Quién puede ver el rostro de Dios? Él responde sencillamente: "Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán el rostro de Dios" (Mt 5,8). Así pues, esa simple frase se convirtió en un sencillo mandato que abarcaba la búsqueda espiritual total. Los Padres del Desierto, los místicos clásicos, y la posterior espiritualidad cristiana en general han enfocado a un punto clave en su praxis: lograr pureza de corazón para así poder ver el rostro de Dios. Esforzarse por alcanzar pureza de corazón es la tarea espiritual fundamental.
Es también la tarea fundamental de la vida. Nosotros anhelamos muchas cosas y, como la heroína de de Doris Lessing, Martha, nos sentimos, a la vez, animados y fatigados por nuestras propias energías insaciables. Estas energías nos empujan en todas direcciones, hacia la creatividad, el amor, el sexo, el odio, el martirio, el aburrimiento. A veces sabemos lo que queremos: una relación personal, éxitos, aceptación, prestigio social, empleo, o casa, y creemos que encontraremos la paz al alcanzar todo eso, pero la experiencia nos ha enseñado que ni siquiera ahí se encontrará la paz y felicidad redonda del corazón.
¿Dónde se encontrará, entonces? En la pureza del corazón, eliminando al interior de nosotros mismos los elementos que bloquean nuestra conexión con el autor de todas las personas, lugares, belleza, amor, color, y energías por las que sufrimos: es decir, Dios.