¡Algún día tendrás que comparecer ante tu Creador! Todos hemos oído esta frase. Llegará la hora en que nos presentaremos solos delante de Dios, sin ningún lugar donde escondernos, ninguna estancia donde justificarnos y ninguna excusa que ofrecer por nuestras debilidades y pecados. Permaneceremos ante Él en una ardiente luz, desnudos y puestos de manifiesto; y todo lo que hicimos, bueno y malo, aparecerá en nosotros ante esa luz. Esa situación, aunque sentida vagamente, se dirige hacia un rincón oscuro de la mente de todas personas.
Pero podemos pasar por nuestras vidas con esa situación mayormente relegada al fondo de nuestras mentes. Sabemos que algún día tendremos que enfrentarnos a todo ello, pero ese día está muy lejos, y, por ahora, podemos acomodarnos fácilmente a nuestras demoras y debilidades. El tiempo de comparecer radicalmente ante nosotros mismos y ante nuestro Creador, de permanecer en la ardiente luz del juicio total, vendrá solamente en el momento de la muerte.
Pero, ¿por qué esperar hasta la muerte? ¿Por qué vivir con tanto miedo innecesario? ¿Por qué escondernos del juicio de Dios? ¿Por qué aplazar el entregarnos a la misericordia y paz de Dios?
El juicio purificador de nuestras almas se da a entender como un acontecimiento diario, no como un único momento traumático al final de nuestras vidas. Significa para nosotros introducirnos cada día, con todas nuestras complejidades y debilidades, en la total luz de Dios. ¿Cómo?
Hay muchos modos de hacerlo, aunque todos ellos tratan de lo mismo, a saber, presentarnos ante Dios en completa honradez. En esencia, comparecemos ante la luz del juicio total de Dios cada vez que oramos en verdadera honradez. La oración auténtica nos adentra en esa ardiente luz. Y en la gran tradición orante, una forma particular de oración -oración contemplativa- es la escogida como la que más ayuda a hacerlo, esto es, una oración sin palabras, sin imágenes, la oración de quietud, la oración de centración.
Hay diversos métodos de orar de este modo. Desde los Padres del Desierto, a través del autor de “Nube del no-saber”, de Thomas Merton, de John Main, de Thomas Keating, de Laurence Freeman, entre otros, nos han invitado a suplir nuestros otros métodos de oración por la oración contemplativa, esto es, oración sin imágenes, sin palabras, sin concentrarnos en pensamientos santos ni buscar sentimientos afectivos y correspondidos en nuestra oración.
¿Cómo oramos de esta manera? Oramos así llegando a la presencia de Dios sin palabras, de modo que no escondamos nada de nosotros mismos. Quizá una descripción de cómo este tipo de oración difiere de otros podría ser lo que mejor nos sirviera aquí.
Normalmente, los tipos meditativos de oración funcionan de esta manera: tú sales a orar, encuentras un lugar tranquilo, te sientas o arrodillas, haces una acto consciente para centrarte en oración, te fijas en un texto o pensamiento que te inspira, empiezas a meditar sobre esas palabras, tratas de oír lo que se está diciendo dentro de ti, articulas el desafío o discernimiento que está haciéndolo oír allí, y entonces conectas todo esto a tu relación con Dios a través de la gratitud, amor, alabanza o petición. En este tipo de oración, tu foco está en una palabra inspiradora o discernimiento, la respuesta que esto crea en ti, y tu propia respuesta a Dios a la luz de todo eso. Pero -y esto es su defecto- las palabras, imágenes y sentimientos de ese tipo de oración a lo sumo pueden, no obstante, actuar como camuflaje que te protege de estar totalmente puesto de manifiesto y desnudo ante Dios, parecido a lo que podemos hacer en una conversación con otra persona cuando tratamos de todo tipo de cosas -cosas buenas-, pero evitamos hablar sobre lo que realmente está en cuestión.
La oración contemplativa, a modo de contraste, es una oración sin palabras ni imágenes. Funciona así: tú sales a orar, encuentras un lugar tranquilo, te sientas o arrodillas y haces un acto consciente para situarte simplemente ante Dios. Luego simplemente permaneces allí, desnudo y sin protección de palabras, imágenes, conversaciones, racionalizaciones ni siquiera de piadosos sentimientos sobre Jesús, su Madre, algún santo, alguna imagen ni idea que inspire. Todas esas cosas, aun siendo buenas, pueden ayudar a evitar tener que estar desnudo ante Dios. La oración contemplativa te introduce en la presencia de Dios sin protección, sin posibilidad alguna de esconder nada. El silencio y la ausencia de conversación oracional es lo que te deja desnudo y puesto de manifiesto, como una planta expuesta al sol, absorbiendo silenciosamente sus rayos.
Se nos propone comparecer ante Dios así cada día de nuestras vidas, no precisamente en el momento de nuestra muerte. Así, todos días deberíamos reservar algún tiempo para ponernos, sin palabras ni imágenes, en presencia de Dios, donde, desnudos, despojados de todo, silenciosos, puestos de manifiesto, sin esconder nada, completamente vulnerables, nos colocamos, cara a cara, ante el juicio y la misericordia de Dios.
Haciendo esto, nos prevendremos de cualquier encuentro traumático en el momento de nuestra muerte, y -más importante- empezaremos, ya aquí y ahora, a gozar más plenamente del amoroso abrazo de Dios.