Mis queridos amigos:
Hace pocos días estuve hablando por teléfono con una pareja de vuestra comunidad matrimonial y me dijeron que lo estábais pasando mal. Os sentíais solos y marginados en la comunidad. No me dijeron nada más. Pero mi preocupación fue grande, ya que imagino que, a lo peor, tiene relación con aquellos comentarios que se hicieron durante mi estancia allí el año pasado.
Aun sin conocer el tema que os hace sufrir, quiero deciros que mi primer sentimiento es de fuerte dolor por vosotros. Creo que no os merecéis sufrir como lo estáis haciendo, después de haber entregado tanto y tan bueno a esa comunidad, a la que habéis querido y queréis con alma, corazón y vida. Por ella no sólo habéis entregado tiempo, medios y recursos. Os habéis entregado vosotros mismos. Habéis entregado lo mejor de vuestras personas y de vuestras vidas. Este ha sido el regalo que vosotros habéis hecho a la comunidad. De ello podéis estar orgullosos, aunque no tengáis ningún tipo de reconocimiento.
A pesar de que la comunidad no tenga memoria, vosotros sabéis que habéis entregado vuestra vida para dar vida. Y este saber vuestro es lo verdaderamente importante. Porque no es sólo vuestro. Dios también lo sabe, como sabía de la entrega de su Hijo, a pesar de la cruz en que se le clavaba. Me duele que sufráis, pero os pido que no desesperéis y tiréis la toalla. Nuestra vida está llamada a identificarse con la de Jesús. Y sabéis que Jesús pasó por estas. Y llamó bienaventurados a quienes, después de él, las pasan igual que él. Cuando os digo todo esto, no os lo digo como un lenguaje aprendido y no experimentado en mi propia carne. Vosotros sabéis lo que me pasó a mí también el año pasado.
Además, tengo un sentimiento de gratitud por mi parte. Os quiero reconocer y agradecer -con toda la fuerza de que soy capaz- este magnifico regalo que habéis hecho a la comunidad y del que yo también he sido beneficiario. Quiero que sepáis que os quiero entrañablemente por vuestra gratuidad en la entrega y por la generosa obstinación en la fidelidad de ese amor con el que nos habéis querido y queréis seguir queriéndonos. El Señor me ha concedido ojos para ver y oídos para oír toda la ternura que ha brotado de vuestros corazones, de vuestras opciones y de vuestra entrega. Me consideraría un malnacido, si no fuera agradecido, después de haber visto y oído. Porque vosotros habéis sido un regalo de Dios para mí y para mucha gente que, como yo, hemos tenido la suerte de que Él cruzara nuestros caminos.
De vosotros he aprendido lo que significa la donación incondicional, sin mediciones de tiempo y sin cálculos de energías. He aprendido lo que significa decisión de amar, escucha y confianza. Vosotros me habéis estimulado con vuestra forma de amaros y de entregaros recíprocamente. Me habéis entregado vuestro amor de pareja. Y, hasta alguna vez, me he sentido ladrón del tiempo que me dedicabáis y que salía de lo que le quitabáis a vuestros hijos y a vuestras familias. Gracias por tanto derroche y tanta preferencia. De ello he aprendido lo que significa ser abierto y apostólico. Gracias. Muchas gracias por todo.
Por último, quiero que sepáis que estoy a vuestro lado en estos y en todos los momentos, a pesar de la distancia física que nos separa. Me siento endeudado por tanto y tan bueno como he recibido de vosotros. Quiero que sepáis que tenéis un hombro en donde reclinar la cabeza dolorida y punzada de espinas. Quiero ofreceros un regazo para vuestro quebranto y un apoyo para vuestra debilidad. Quiero ser para vosotros amigo y cirineo en vuestro "viernes santo". Quiero ser compañero en medio de la soledad. Quiero que podáis desahogar vuestra pena en mí, ya que vosotros me habéis enseñado, con vuestra cercanía, a ser consciente de que una pena entre dos es menos pena y la alegría es mejor si se comparte.
No os canso más. Un fuerte abrazo para vosotros y para esos tres frutos de la historia de vuestro amor que son vuestros preciosos hijos.