Antoine De Saint-Exupéry (1900 – 1944)

“No hay más que un problema,
uno solo en el mundo: devolver a los hombres
un significado espiritual”.

Querido Antoine:

Veo que algunos te definen en dos palabras: escritor y piloto. Otros prefieren hacerlo en una sola: aventurero. No están reñidas. Incluso pueden ampliarse, ya que de muy joven te viste en una encrucijada de caminos fascinado por todos ellos a la vez: marina, bellas artes, comercio… Exactamente, ¿qué buscabas?, ¿hacia dónde querías dirigirte? Parece claro que no te empujaba el dinero sino el gusto por la aventura, una aventura que nadie ha acertado a definir.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Nunca olvidarás tu primer vuelo a los siete años (1907) y la exaltación que producía en ti el relato de los primeros aviadores. Cuando a los veintiuno cumplías tu servicio militar y, tras hora y media de entrenamiento, lograbas despegar un avión desconocido para ti, aquello fue una experiencia inenarrable. Dos años después, ya piloto, te fracturabas el cráneo en tu primer accidente de vuelo. Podrías haber escarmentado, pero en 1933 tenías tu segundo accidente y a los tres años el tercero. Y cuando intentabas el enlace entre Nueva York y Patagonia volvías a sufrir una nueva fractura en la cabeza. ¡Era suficiente!

¿O no? En 1943 te autorizan los vuelos de guerra y tras un nuevo accidente te retiran la autorización. Claro que privarte de volar era literalmente, para ti, cortarte las alas. Tu poder de convicción debió de ser tan fuerte que conseguiste permiso para participar en cinco vuelos militares. No te conformaste con hacer ocho sino que emprendiste el noveno el 30 de septiembre de 1944. Nunca más se ha vuelto a saber de ti. Salvo que sea cierto lo que un viejo ex piloto alemán, Horst Rippert, reveló años más tarde: “Pueden dejar de buscar: fui yo quien derribó a Saint-Exupéry”; a lo que añade enseguida: “Si hubiera sabido que era él, nunca lo hubiera hecho. En nuestra juventud todos habíamos leído sus libros y nos encantaban”. Pero este detalle queda en un segundo plano. Como el hecho de que en 2004, unos buzos franceses encontraran frente a las costas de Marsella el Lightning 38 en que volabas aquel día. Lo importante eres tú mismo, la aventura de tu viaje interior.

Volabas y soñabas. Tu mente y tu fantasía eran los otros dos aparatos de vuelo que te descubrían mundos inexplorados. Sufriste y disfrutaste escribiendo ‘El aviador’, ‘Vuelo de noche’, ‘Piloto de guerra’. Con ‘Tierra de hombres’ ganaste el Gran Premio de la Academia Francesa. ¿Y qué decir de ‘Ciudadela’  o de ‘El Principito’  (traducido a más de cien idiomas)? Tus vuelos de cuerpo y de espíritu eran expresión de tu necesidad de absoluto. ¿Tu absoluto  coincidía con el Dios cristiano? Algunas frases lo hacen más que dudoso. Pero Roger Pons, que te conocía bien, asegura que en los últimos meses de tu vida percibiste mucho más de lo que supiste decir.
 
Lo cierto es que en tus mejore vuelos, los vuelos del espíritu, supiste explorar a conciencia el territorio del amor. Luego ofrecías gratuitamente tus descubrimientos: “El amor es lo único que crece cuando se reparte”; “Al primer amor se le quiere más, a los otros se les quiere mejor”;  “Si queremos un mundo de paz y de justicia hay que poner decididamente la inteligencia al servicio del amor”. Algunas sentencias tuyas ya no te pertenecen. Circulan anónimas por los libros y la gente las cita de memoria una y otra vez, sin recordar acaso si pertenecen a un filósofo griego o a un poeta del siglo XX. ¿Quién dijo, por ejemplo, que “amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección”? Tienes frases que es difícil recordar sin detener el paso: “Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”. ¿Y qué es lo esencial, querido Antoine? ¿Qué-es-lo-esencial? Alguien que te precedió veinte siglos nos regaló una carta, que sin duda leíste más de una vez, en la que dejó en tres palabras un mensaje revolucionario: “Dios es amor”. ¿No será esto lo esencial?

Cómo impresiona tu drama: “Mi soledad, Señor, es a veces glacial. Y reclamo un signo en el desierto del abandono”. O también: “El ciego, Señor, no sabe nada del fuego […]. Señor, voy a ti, según tu gracia, siguiendo la pendiente que hace llegar a ser”. Se ha hecho célebre tu ‘Carta al General X’, donde dices: “No hay más que un problema, uno solo en el mundo: devolver a los hombres un significado espiritual”.

Quiero creer que no te quedaste a medio camino. Si veías que no se puede vivir de frigoríficos, de política, de balances y de crucigramas, es porque habías vislumbrado la meta. No se explican, si no, estas palabras tuyas: “Tu pirámide no tiene sentido si no termina en Dios”.