Muchos ‘oran’ pero, al parecer, pocos son los ‘orantes’. Se puede estar vivo como ‘hacedor’ de cosas y dinamizador de movimientos, y muerto o debilitado como realidad teologal. Al parecer, muchos hacen de la oración un ‘fragmento’ de su vida; pocos, en cambio, hacen de la oración ‘eje’ de su vida.
Tenemos mucho adoctrinamiento sobre la oración y mucho prurito de hablar de ella como un referente necesario; pero, es menos, al parecer, nuestra cultura oracional, la que afecta a nuestro corazón, a nuestra necesidad insondable de ser completos: de ‘ser’, simplemente. ‘Si hay algo (…) que deje mucho que desear, es ciertamente la educación para la oración’(R. Graef).
Sentimos poca necesidad de fundamentar nuestra relación con Dios en la oración; mucha, por el contrario, en nuestra propia actividad, o activismo, que puede representar una tragedia teologal disimulada: ‘estoy muy ocupado’; ‘no tengo tiempo’. Y es cierto. Pero, tal vez no tenemos tiempo porque no valoramos suficientemente la eficacia de lo que parece una pérdida de tiempo en la soledad de estar con Dios en su soledad y en la nuestra recuperada. Me complace la definición de ‘enamorarse’ de la lengua inglesa: fall in love; ‘caer en el amor’.
Por otra parte, es necesario restablecer el equilibrio de saber ‘estar con la multitud’ y de saber ‘estar solos ante el solo’, como formula un Padre de Iglesia. Es éste un equilibrio que hay que enseñar y que hay que aprender: realizar nuestra singularidad, nuestra ‘soledad’, como un jarro de arcilla modelado en un sosegado taller de alfarero; y saber pasar a ser de utilidad pública y poder dar de beber de ese jarro, agua fresca, por amor al Maestro. Sabia la afirmación del Tao-Te-King: ‘Modelando el barro se hacen las vasijas, y es de su vacío del que depende la utilidad de las vasijas de barro’ (LV [XI]). En nuestra cultura de la exterioridad no es fácil, ni se entiende bien, cómo elaborar esa ‘invisibilidad’, que es nuestro vacío, como una gran utilidad para estar en la presencia de Dios y para estar en el pueblo. Y, no obstante, es una responsabilidad que nace en la soledad de ese desierto y ‘despoblado’ (éremos) (Mc 1,35), imprescindible para buscar y realizar la sublime singularidad que nos puede revelar quiénes somos de verdad. Él nos conoce por nuestro nombre propio (Jn 10,3). Y no es el nombre ‘de pila’-como se dice; es el nombre que nos da en un acto original y exclusivo cuando nos nombra, nos llama y nos crea. Esa llamada es una vocación singular, que tenemos que desarrollar porque es una responsabilidad. El vacío, la soledad, el desierto nos la descubre. A partir de ahí, y desde ahí, nace la fidelidad a una multitud que nos busca (Mc 1,37).
Buscando nuestra singularidad como vocación encontramos nuestra presencia entre los hombres, el pueblo, la gente (ójlos, dice la escritura). Y es la forma de afirmar nuestra presencia en la Iglesia, que tiene como quehacer esencial la oración: ‘La Iglesia es la sociedad de hombres que oran. Su fin primordial es enseñar a orar’1. ‘Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral”2.
Necesitamos recuperar esa singularidad que, paradójicamente, nos inserta y se realiza del todo en un proyecto común, enriqueciéndolo con una presencia adquirida sólo en esa sublime soledad de ser uno mismo en la presencia de Dios. Como Jesús, a quien le definía esa relación singular con su Padre, de la que habla Joseph Ratzinger (Benedicto XVI): ‘Para entender a Jesús resultan fundamentales las repetidas indicaciones de que se retiraba ‘al monte’ y allí oraba noches enteras, ‘a solas’ con el Padre”3.
Una auténtica cultura de la interioridad nos devolvería la idea y el sentimiento de que la oración es la clave de nuestra verdad y de nuestra ‘identidad’ como ‘personas’. La oración implica, no sólo la verdad de nuestra relación con Dios, sino también, una verdadera experiencia humana. ‘Ser’ es ‘ser orante’, y en la medida en que lo somos. Acabo de releer la afirmación del Abad Guillermo: ‘Nos habías hecho para algo que no podíamos ser sin amarte’ (Lunes III semana de Adviento).
Tal conciencia de presencia no la realizamos fundamentalmente, ni principalmente, desde el propio trabajo, actividad o activismo; la realizamos, imprescindiblemente, desde nuestra singular pobreza de ‘ser sólo una relación de amor’ desde nuestra pobreza reencontrada.
A elaborar esa bella y esencial ‘vacío-utilidad’ de nuestro jarro de arcilla deseo dedicar algunos breves escritos. Aunque teoría, pueden facilitar siquiera un poco, y en algunos, algo de lo que llamo ‘cultura de la oración’.
- Pablo VI, La Iglesia es la sociedad de los que oran, Audiencia general, 20,VIII, 1966.
- Juan Pablo II ,‘Novo Millennio ineunte’,34.
- Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 29.