El rumor de los ángeles es muy débil, sólo se escucha cuando todo lo demás reposa en silencio. Ella lo oía a menudo. Estaba acostumbrada al canto de los pájaros. Sabía que un copo de nieve suena como una nota colgada de un hilo de frío. Pero para oír a Gabriel, tuvo que sentir su propio corazón que, aquel día, le decía cosas sorprendentes: Dios podía ser grande y pequeño a la vez; estaba enamorado de ella para hacer realidad sueños imposibles, veía el mundo del revés: los poderosos no podían nada, los humildes tenían su oportunidad. Dios se acordaba de los hombres, y ella…, a ella sólo se le ocurría un monosílabo repetido: sí, sí…
Dicen que los ángeles no tienen corazón, amar sólo pueden los humanos y Dios.
Por eso Gabriel se volvió palabra de Dios, mensajero de un eco: "no necesito una Sierva, serás mi madre, y hasta me pondrás un nombre, el que a ti y a mí nos guste, ¿qué te parece Jesús? Por eso Gabriel está confuso, oye dos latidos y
uno no es suyo: el de la mujer, ¡ah, el niño!, justo de quien te estaba hablando.
Los ángeles no hacen ruido, y Gabriel se ha marchado discretamente. Pero Dios hablaba ya, su eco y su música.