Amigos y amigas del alma:
Un gran grito de alegría les ofrezco en esta despedida: a ustedes y a Dios.
Y una profunda gratitud. Toda la música y el color que he vivido con ustedes.
Poco a poco, pero siempre a vuestro lado, hemos rescatado nuestro existir de la amargura. Las piedras que habíamos recogido para arrojarlas contra alguien, se nos han caído de las manos; hemos descubierto que el perdón es nuestra victoria. La inocencia, la ternura y la pacífica posesión de la belleza es ahora mismo lo que tenemos y compartimos. Así hemos vivido nuestro encuentro y eso ha significado el regalo que supuso para nosotros encontrarnos en el camino de nuestras vidas: una plenitud de paz y claridad, de pacífica serenidad y de alegría interior. Y eso mismo, y sólo eso mismo, en esta HORA de tener que separarnos, es lo que generosamente y con agradecimiento queremos entregar a su Dueño: todo lo que hemos sido juntos, todo lo que hemos descubierto y aprendido juntos, todo lo que hemos luchado y construido juntos.
¿Quién es mi madre?, ¿quiénes mis hermanos? Tú mismo, ustedes todos, mis amigos. Los niños de la catequesis, los integrantes de cada uno de los grupos parroquiales. Pero también “esa” prostituta caída en el suelo y despreciada, “aquellos” niños huérfanos en su propia casa, “tantos” enfermos que malviven o se mueren, y no puedo evitarlo; una niña de ocho años violada, “multitud” de ancianos en tanta soledad y “muchísimos” olvidados… Sí, ¿quién mi madre y quiénes mis hermanos? Gracias, Padre Dios, y gracias, pueblo mío, por haberme proporcionado las respuestas: ellos y ellas; los primeros, pero también los segundos.
Bueno, y ya está bien de decir cosas. Todo nos lo hemos dicho, cada día, en esa experiencia de haber vivido unidos.