ATA UNA CINTA AMARILLA
Se metió en líos de droga, se hizo adicto y acabó por marcharse de casa llevándose lo que no era suyo, lo malgastó y enfermó de SIDA. De vez en cuando le rondaba la idea del retorno, pero la desechaba, unas veces por temor a ser mal recibido; otras, porque no se sentía capaz de volver a una vida ordenada; le faltaba voluntad para ello.
Un año, cuando se acercaba la Navidad, se animó a escribir a sus padres y hermanos: les pedía perdón por lo que había sucedido, les decía que no se atrevía a volver, pero que lo estaba deseando con toda su alma rota. «Si estáis dispuestos a acogerme -les decía- atad una cinta amarilla en el árbol desnudo de hojas por el invierno que hay delante de casa, junto a la vía del tren». Si veo la cinta amarilla, me bajaré en la estación. Si no, aceptaré y comprenderé vuestra decisión y continuaré mi viaje».
Desde el tren imaginaba el árbol, tan familiar, con una cinta amarilla atada quizá en el extremo de aquella rama que colgaba sobre la vía, y por la que tantas veces se había encaramado y gateado cuando niño. Pero también se imaginaba el árbol totalmente desnudo y silencioso, y se le helaba el corazón.
Cuando el tren pasó, disminuyendo la marcha frente a su casa, contempló el viejo árbol transformado: estaba repleto de cintas amarillas, más de cien habían sido colgadas sobre sus ramas.
PARA PENSAR
1. ¿Tengo que regresar a algún sitio, a alguna persona? ¿Tengo que recuperar algo de mí que perdí, algún compromiso, algún talento olvidado? ¿Qué cintas amarillas necesito?
2. Tal vez alguien esté queriendo reencontrarse conmigo, reconciliarse. Personas, tal vez Dios. ¿Qué cintas podría poner?
3. ¿Qué cintas amarillas necesitaríamos poner los cristianos para que tantos alejados se atrevan a regresar a casa? ¿A quiénes invitaríamos a regresar?