¡Los caminos de Dios no son nuestros caminos! Eso es más cierto de lo que normalmente creemos.
Dios es inefable, indeible, inexplicable. Esto significa que Dios no puede ser captado plenamente en nuestros pensamientos o retratado en nuestras imaginaciones. Esta verdad es uno de los primeros puntos que la Iglesia afirma en su comprensión de Dios; verdad definida como dogma en el IV Concilio Lateranense en 1215: Que Dios es tan metafísicamente diferente de todo lo que podamos conocer o imaginar, que todos nuestros conceptos y lenguaje sobre Dios son siempre más inadecuados que adecuados. Podemos conocer a Dios, pero nunca imaginarlo o encapsularlo en un pensamiento. ¿Por qué no? ¿Por qué nunca podemos formar un retrato de Dios o hablar de Dios de forma adecuada?
Porque Dios es infinito y nuestras mentes son finitas y limitadas. La infinitud, por definición, nunca se puede circunscribir. Esto puede sonar abstracto, pero no lo es. Por ejemplo: Intenta imaginar el número más grande hasta el que es posible contar. Inmediatamente te percatas de que ésa es tarea imposible, ya que los números son infinitos y siempre hay uno más por encima del último. Es imposible concebir un número sumo, el mayor. Pues bien, esto es más cierto todavía cuando intentamos perfilar cualquier retrato imaginativo de Dios y cómo intentamos imaginar la existencia de Dios. Dios es infinito y la infinitud no puede ser imaginada o encapsulada dentro de ningún pensamiento finito.
Es importante entender esto, no tanto para salvaguardar algunos puntos teóricos, como para comprender mejor nuestra fe. Tendemos a identificar fe débil con imaginación débil; igual que tendemos a identificar ateísmo con incapacidad de imaginar la existencia de Dios.
Imagina, por ejemplo, dos situaciones diferentes en tu vida: En el primer caso, has experimentado un momento de alto fervor religioso. Por medio de la oración o de alguna otra experiencia humana o religiosa experimentas un fuerte e imaginativo sentido de la realidad de Dios. En ese preciso momento, te sientes seguro de la existencia de Dios y gozas de un sentimiento indudable de que Dios es real. Tu fe se siente fuerte. ¡Y tú podrías caminar sobre las olas! Después, por el contrario, imagínate un momento diferente: Estás postrado en cama, inquieto, agitado, sintiendo el caos a tu alrededor, clavando la vista en el vacío de la oscuridad, incapaz de imaginar la existencia de Dios, e incapaz de pensar en ti mismo como alguien que tiene fe. Por mucho que intentes, no puedes inducir, como por arte de magia, ningún sentimiento de que Dios existe. Entonces tienes la sensación de que eres un ateo.
¿Significa esto que en un caso tienes una fe fuerte y en el otro una fe débil? No. Lo que pasa es que en un caso tienes una imaginación fuerte, calenturienta, y en el otro la tienes débil y apagada. No hay que confundir la fe en Dios con la capacidad o incapacidad de imaginar la existencia de Dios. La infinitud no puede quedar ceñida por la imaginación. Podemos conocer a Dios, pero no describirlo o retratarlo. Podemos experimentar a Dios, pero no imaginarlo.
Nicolás Lash, en un ensayo profundo y penetrante sobre Dios y la creencia, indica que el Dios que los ateos rechazan es precisamente, con mucha frecuencia, un ídolo fabricado por nuestra imaginación: Nos basta con darnos cuenta de que a la mayoría de nuestros contemporáneos todavía les parece “obvio” que el ateísmo no sólo es posible, sino que está extendido y generalizado y que, tanto intelectual como éticamente, es muy recomendable. Esto podría ser admisible si ser ateo fuera asunto teórico de no creer que existe “una persona sin cuerpo” que es “eterna, libre, capaz de hacer todo y que conoce todo”, y que es el objeto apropiado del culto y de la obediencia del hombre; una persona que es quien crea y sostiene el universo”. Sin embargo, si por “Dios” entendemos el misterio, anunciado en Cristo, que de la nada da aliento a todas las cosas y las encamina hacia la paz, entonces todas las cosas tienen relación con Dios en cada movimiento y fragmento de su ser, tanto si se dan cuenta de esto y suponen que eso sea así como no. Si ateísmo significa decidir que no tenemos nada que ver con Dios, de este modo el tal ateísmo resulta auto-contradictorio y, si logrado, auto-destructor.
Santo Tomás de Aquino escribió con acierto que Dios es “auto-evidente” en sí y para sí mismo, aunque no lo es para nosotros. Un compañero mío Oblato tiene una forma más familiar y menos filosófica de expresar esto. Le gusta decir: “Dios, tal como yo Lo comprendo, no es muy bien comprendido”. Así nos ocurre ciertamente a todos, de forma mucho más profunda de lo que imaginamos.
Cuando el profeta Isaías vislumbró a Dios en una visión, lo único que pudo fue balbucear, como un tartamudo, las palabras: “¡Santo, santo, santo! ¡Santo es el Señor, Dios de los ejércitos!” Pero nosotros entendemos mal su significado, ya que tomamos la palabra “santo” en su sentido moral, es decir, como Dios virtuoso. Sin embargo, Isaías entendió la palabra en su sentido metafísico, a saber, referida a la transcendencia de Dios, al “ser otro” de Dios, a la diferencia de Dios con respecto a nosotros, a la inefabilidad de Dios. En esencia, Isaías quiso decir: ¡El Otro, el completamente diferente, el totalmente inefable es el Señor, Dios de los ejércitos!
El aceptar que Dios es inefable e inexplicable, y que todos nuestros pensamientos y montajes imaginativos sobre Dios son inadecuados, nos ayuda de dos maneras: Dejamos de identificar nuestra fe con nuestra imaginación, y, más importante todavía, desistimos de crear a Dios a nuestra imagen y semejanza.
(Traducido por : Carmelo Astiz, cmf)