Hace ochenta y cinco años, el famoso escritor británico G. K. Chesterton observó la sociedad de su tiempo y vio algunas realidades que le perturbaban. He aquí su comentario:
Llega una hora, por la tarde, cuando el niño está ya cansado de “pretender” y fingir; cuando está harto de ser un ladrón o un noble salvaje. Es entonces cuando el niño atormenta al gato. Llega también un momento en la rutina de una civilización ordenada, en el que el hombre está harto y aburrido ya de jugar a la mitología y de fingir que un árbol es una doncella o que la luna hizo el amor con un hombre. El efecto de esta hartura y aburrimiento es el mismo en todas partes; se puede percibir este fenómeno en toda toma de drogas o de abuso de bebida y en todas las formas en las que se da la tendencia a aumentar la dosis. Los hombres buscan pecados más extraños u obscenidades más sorprendentes como estimulantes a su agotada razón. Después buscan religiones excéntricas por el mismo motivo. Tratan de apuñalar sus nervios para reanimarlos, aunque fuera con los cuchillos de los sacerdotes de Baal. Van por la vida como sonámbulos e intentan despertarse a sí mismos con pesadillas.
¡Ah, el talante genial de Chesterton! Hace años ya que leí este pasaje y nunca lo he olvidado. Aunque uno no esté totalmente de acuerdo con su valoración, nadie puede discutir su aguda expresión. Además, no somete a tensión a la imaginación para percibir la evidencia de lo que está expresando dentro de nuestra propia cultura hoy en día. Los ejemplos destacados abundan: El comercio ilegal de drogas es una de las mayores industrias en el mundo; la pornografía ofrecida en internet es la mayor adicción en el globo terráqueo; el excesivo uso del alcohol se encuentra en todas partes; los atletas de élite, los artistas y animadores televisivos se jactan de haber ido a la cama con miles de cómplices, mientras entran y salen regularmente del centro de rehabilitación; los personajes famosos se presentan en fiestas llevando maletines llenos de cocaína; y los traficantes de drogas descubren ya un mercado entre los estudiantes de enseñanza primaria. Evidentemente, muchos de nosotros hoy estamos intentando también apuñalar nuestros nervios para reanimarlos, aumentando la dosis constantemente.
Pero no necesitamos mirar a las vidas de los ricos y famosos para ver esto. Ninguno de nosotros está inmune. En realidad hacemos eso mismo, pero de forma más sutil.
Toma, por ejemplo, nuestra lucha adictiva con la tecnología de la información, en el mundo de la informática. No es que el internet y la miríada de programas, teléfonos, “pads”, aparatos, artilugios, y juegos, ligados todos a la informática, sean malos. No lo son. De hecho somos una generación muy afortunada por tener semejante acceso, instantáneo y constante, a la información y a la comunicación de unos con otros. Los teléfonos cada vez más finos y elegantes, los programas de internet mucho mejores y cosas tales como Facebook no son el problema. Nuestro problema consiste en tenerlos que manejar de una forma no adictiva, tanto en cuanto a responder a la presión de tener que comprar constantemente tecnologías cada vez más novedosas, más rápidas, más llamativas y más capaces, como en cuanto a nuestra incapacidad para no dejarles que controlen nuestras vidas. También nosotros nos cansamos constantemente de lo que tenemos, y buscamos de algún modo aumentar la dosis para apuñalar nuestros nervios y así rescatarlos a la vida.
Siempre que pasa eso comenzamos a perder control de nuestras vidas y nos encontramos en una rutina peligrosa, por la que comenzamos a perder cualquier sentimiento de auténtico goce en la vida.
Antoine Vergote, el famoso sicólogo belga, tenía un mantra que rezaba así: “El exceso es un sustituto del goce genuino. Llegamos a excedernos en algo porque ya no podemos disfrutarlo con sencillez. Es precisamente al no disfrutar ya nuestro alimento, cuando comemos en exceso; es precisamente al no disfrutar una bebida, cuando tomamos en exceso y nos emborrachamos; es al no gozar en una fiesta, cuando permitimos que las cosas se salgan de madre; es al no gozar ya de un juego, cuando necesitamos deportes extremadamente violentos o peligrosos, y es al no gozar sencillamente el gusto del chocolate, cuando tratamos de comer todo el chocolate del mundo. El mismo principio rige, incluso con mayor fuerza, en el disfrute del sexo.
Más todavía, el exceso no es solamente un sustituto del disfrute genuino; es también la verdadera causa que drena todo goce de nuestras vidas. Cualquier adicto en período de recuperación nos confirmará eso. Cuando entra en nosotros el exceso, el goce sale escapado, como también la libertad. La compulsión se asienta en nuestro interior. Entonces comenzamos a buscar algo, no porque nos dará disfrute, sino porque nos sentimos arrastrados a poseerlo. El exceso es un sustituto del disfrute y, porque no nos trae auténtico goce, nos empuja a más exceso todavía, a algo más extremoso, en la esperanza de que finalmente se produzca el goce que estamos buscando. Esto es lo que las metáforas de Chesterton expresan – atormentar al gato y apuñalar nuestros nervios para que vuelvan a la vida.
¿Y… cuál será la respuesta? Una vida más sencilla. Aunque es más fácil decirlo que hacerlo. Vivimos bajo constante presión, de fuera y de dentro, para ver y codiciar más, consumir más, comprar más y empaparnos más de la vida mundana. La presión para aumentar la dosis es constante e implacable. Pero aquí es precisamente donde se nos exige un ascetismo deliberado y reflexivo, tenaz e irrevocable. Citando a Mary Jo Leddy, en algún momento tenemos que decir esto, pero decirlo en serio y vivirlo: ¡Basta ya! ¡Tengo de sobra! ¡Estoy harto! La vida es suficiente. Necesito disfrutar con gratitud lo que tengo.