Hay una famosa cartelera que pende a lo largo de una congestionada autopista que advierte: ¡No estás atrapado en el tráfico. Tú eres el tráfico! ¡Buen ingenio, buena ocurrencia! ¡Qué arteramente nos distanciamos de un problema, tanto si se trata de nuestra política, nuestras iglesias o los problemas ecológicos de nuestro planeta, como si se trata de cualquier otra cosa!
No estamos -como queremos pensar- atrapados en un mal clima político en el que ya no podemos hablar unos con otros ni vivir respetuosamente con los demás. Más bien nos hemos vuelto tan rígidos, arrogantes y seguros de nosotros mismos que ya no podemos respetar a aquellos que piensan de diferente manera que nosotros. Nosotros somos un mal clima político, no es que estemos atrapados en él.
Lo mismo en relación a nuestras iglesias: No estamos atrapados en iglesias que se sirven demasiado a sí mismas y no son suficientemente fieles a las enseñanzas de Jesús. Más bien somos cristianos que con demasiada frecuencia quedamos fuera de un compromiso personal con las enseñanzas de Jesús. No estamos atrapados en nuestras iglesias; nosotros somos los que comprometemos a esas iglesias.
Lo mismo vale aplicado a los desafíos ecológicos que afrontamos en este planeta: No estamos atrapados en un planeta que se está quedando muerto por falta de oxígeno y se está convirtiendo en desguace para los desechos humanos. Más bien es que nosotros -no precisamente otros- somos demasiado descuidados en cómo estamos usando los recursos de la tierra y cómo dejamos atrás nuestros desechos.
Por supuesto, esto no siempre es así. A veces estamos atrapados en situaciones negativas de las que no asumimos ninguna responsabilidad y en las que, sin ninguna falta de nuestra parte, somos simplemente la desgraciada víctima de circunstancias y del descuido, enfermedad, disfunción o pecado de algún otro. Podemos, por ejemplo, nacer en una situación disfuncional que nos deja atrapados en una familia y un ambiente que no contribuye a una fácil libertad. O, a veces, la simple circunstancia puede cargarnos con obligaciones que nos quitan la libertad. Así, hablando metafóricamente, podemos estar atrapados en el tráfico sin ser nosotros mismos parte de ese tráfico, aunque generalmente somos, al menos parcialmente, parte del tráfico en el que estamos atrapados.
Henri Nouwen destacaba con frecuencia esto en sus escritos. No estamos separados -nos dice- de los acontecimientos que todos días integran las noticias del mundo. Más bien, lo que vemos escrito ampliamente en las noticias del mundo cada noche refleja simplemente lo que continúa dentro de nosotros. Cuando vemos casos de injusticia, fanatismo, racismo, codicia, violencia, asesinato y guerra en nuestros noticiarios, sentimos con razón cierta indignación moral. Es saludable sentirse de esa manera, pero no es saludable pensar ingenuamente que el problema son otros, no nosotros.
Cuando somos honrados, tenemos que admitir que nosotros somos cómplices en todas estas cosas, quizás no en sus formas más torpes pero sí en las más sutiles, aunque muy reales: El temor y la paranoia que están en la raíz de tanto conflicto de nuestro mundo no son extraños a nosotros. También encontramos duro aceptar a aquellos que son diferentes de nosotros. Igualmente nos agarramos al privilegio y hacemos la mayoría de las cosas que podemos para asegurar y proteger nuestro confort. También consumimos una injusta cantidad de recursos del mundo en nuestra ansia de confort y experiencia. De igual modo, nuestros juicios negativos, celos, chismes y palabras amargas son, al fin del día, auténticos actos de violencia, ya que, como apunta Henri Nouwen: A nadie se le dispara con una escopeta sin antes dispararle con una palabra. Y a nadie se le dispara con una palabra sin antes dispararle con un pensamiento asesino: ¡Quién se cree que es! Las noticias de la noche nos muestran ampliamente lo que hay dentro de nuestros corazones. Lo que hay en el macrocosmos está también en el microcosmos.
Y así, no sólo vemos las noticias de la noche; somos cómplices en ellas. El viejo catecismo tenía razón cuando nos decía que no hay nada a modo de acto verdaderamente privado, que incluso nuestras acciones más privadas afectan a cualquier otro. Lo privado es político. Todo afecta a todo.
La primera deducción de esto es obvia: Cuando nos encontramos atrapados en el tráfico, metafóricamente y de otras maneras, necesitamos admitir nuestra propia complicidad y resistir a la tentación de culpar simplemente a otros.
Pero hay también aquí otra importante lección: Nunca estamos más sanos que cuando confesamos nuestros pecados; en este caso, confesar que nosotros somos el tráfico y no sólo que estamos atrapados en el tráfico. Después de reconocer que somos cómplices, confiamos en poder perdonarnos por el hecho de que, parcialmente al menos, estamos sin ayuda para no ser cómplices. Nadie puede caminar por la vida sin dejar huella. Pretender otra cosa no es honrado, y tratar de no dejar huella es inútil. El punto de partida para hacer las cosas mejor es para nosotros admitir y confesar nuestra complicidad.
Por tanto, la próxima vez que seas atrapado por el tráfico, irritado e impaciente, refunfuñando airadamente por qué hay tanta gente en la carretera, quizás querrás mirarte de soslayo en el espejo retrovisor, preguntarte por qué estás tú en la carretera en ese momento, y entonces darte un guiño comprensivo mientras pronuncias la palabra francesa touché (tocado).