Aún no sabéis orar como conviene

No, no tengo la osadía de juzgar a nadie. Me limito a citar el evangelio de Juan (16,24). Es una cita llamativa, muy apta para gente acostumbrada a rezar. Después de tanto tiempo rezando, ¿y si resulta que aún no sabemos orar? Sospechémoslo al menos. Por-que, poniéndolo en duda, tal vez obtengamos algún beneficio de la siguiente reflexión.

El «amante hablador»

Pocos pueblos son culturalmente tan rezadores como el pueblo hebreo. Por prescripción religiosa, tradicionalmente oran por la mañana —al salir el sol—, oran a mediodía —al tiempo que los sacerdotes de Jerusalén ofrecen el sacrificio del templo—, y oran cuando el sol se oculta. Oran con salmos, y repiten dos veces al día, todos los días, el texto sa-grado del «Shemá». A Israel se le ha definido como «un pueblo que sabe orar».
Los cristianos hemos aprendido mucho de los judíos. Han sido casi como nuestros abue-los; el AT es la prehistoria de nuestra fe. Jesús y sus primeros discípulos pertenecían a este pueblo rezador. Consecuentemente, ya desde el inicio de la tradición cristiana exis-te aquella recomendación que nos puede resultar exageración retórica: «conviene orar siempre, incesantemente, sin interrupción».
\"\"En la historia ha habido gente que se tomó este ideal literalmente en serio: ascetas y ermitaños que pretendían reducir al mínimo el tiempo de comida y el tiempo de sueño para conseguir sumar horas y horas dedicadas a los rezos y a la contemplación exquisi-ta. Pero los más no eran tan fanáticos, tan golosos de lo bueno que adolecieran semejan-te suerte de gula espiritual; entendían que «orar incesantemente», era otra cosa que ocu-par los minutos en plegarias infinitamente prolongadas. Concibieron un sistema según el cual todo el día quedaba santificado por la oración: bastaba con orar en cada parte de la jornada. Rezando en la prima, la tercia, la sexta, la nona y las vigilias, quedaba todo el día preñado por la oración. De aquí nacieron las «liturgias de las horas», precedente de nuestra oración litúrgica cotidiana: laudes, hora intermedia, vísperas, completas… son los momentos clave de la jornada que nos dan a todo el día y todos los días el tinte de oración incesante.

Un amante estuvo durante meses
pretendiendo a su amada sin éxito,
sufriendo el atroz padecimiento de verse rechazado.
Al fin, su amada cedió:
«Acude a tal lugar a tal hora», le dijo.

Y allí, a la hora fijada, al fin
se encontró el amante junto a su amada. Entonces sacó de su bolsillo
un fajo de cartas de amor
que había escrito durante los últimos meses. Eran cartas apasionadas
en las que expresaba su dolor
y su ardiente deseo de experimentar los deleites del amor y la unión con ella.
Y se puso a leérselas a su amada.
Pasaron las horas, y él seguía leyendo.

Por fin, dijo la mujer:
«¿Qué clase de estúpido eres?
Todas esas cartas hablan de mí
y del deseo que tienes de mí.
Pues bien, ahora me tienes junto a ti,
y no haces más-que leer tus estúpidas cartas.»
(«Ahora me tienes junto a ti», dijo Dios a su ferviente devoto, «y no haces más que dar-le vueltas a tu cabeza pensando en mí, hablar acerca de mío con tu lengua y leer lo que dicen de mí tus libros. ¿Cuándo te vas a callar y me vas a probar?»)

T. DE MELO

Algo así debió de pasarles a los discípulos de Jesús. Ellos, que pertenecían a ese pueblo «que sabía orar», se dieron cuenta de que algo fallaba, y se dirigieron al Maestro para que Jesús les enseñara a orar. También nosotros, insatisfechos como ellos con nuestros rezos, leyendo cartas viejas, como si el amante estuviera aún a distancia de correo, habremos de suplicar, perplejos: «Señor, enséñanos a orar».

Enséñanos a orar

Jesús les enseñó el Padrenuestro. Nosotros también lo hemos aprendido; desde niños. Lo hemos aprendido tan bien que lo repetimos tres veces por día, cuando menos. De conocer el padrenuestro, la oración del Maestro, estamos bien seguros incluso en su más reciente versión. Lo que no es tan seguro es que hayamos aprendido a orar; lo que no hay que dar por descontado es que Jesús nos haya enseñado realmente. Porque, aten-diendo al menos a la impresión que damos, parece como que hayamos simplemente acumulado una plegaria más a todas las que ya sabíamos. Otra más para el bote. Una cosa es aprender a orar como Jesús, y otra muy diferente es aprender una oración más. No es lo mismo ser luz que tener una bombilla más en nuestra colección.
¿Estamos seguros de haber aprendido a orar alguna vez?
—Bueno, de hecho sí que parece que hemos aprendido algo. Sabemos que no importan tanto las mil y una palabras cuanto el amor del corazón; que la oración pública no eli-mina nuestra necesidad de oración privada e íntima; que la acción, por muy apostólica que sea, por más profética que resulte, no nos ahorra la exigencia de la contemplación; que, antes de orar, hay que ir a reconciliarse con el hermano con quien se está en pleito, para presentar a Dios unas manos limpias y no callar, como Caín, cuando Dios nos pre-gunte dónde está nuestro hermano; que la oración es un talante, un estilo de vida, algo mucho más amplio e intenso que los momentos que nos reúnen en la capilla o en la igle-sia; que orar y trabajar por el Reino son caras de la misma moneda; que, en la oración, Dios es más protagonista que nosotros; que orar, más que un monólogo o una conversa-ción, es un saberse confiado en las manos incómodas del Dios que nos atrae a sí arran-cándonos siempre de algo que nos atora.

Sí, no es poco lo que ya sabemos sobre la oración. Y además, cuando hablamos de ella a nuestros parroquianos, alumnos, alumnas, jóvenes o compañeros y hermanas, insistimos en que lo esencial es irse adentrando en el misterio de Dios, que es nuestro propio mis-terio. No es cumplir con unos deberes de criatura agradecida o pedigüeña, sino caminar hacia él como «la muñeca de sal», y hasta disolvemos en él:

Antes de que se disolviera el último pedazo, Una muñeca de sal recorrió miles
de kilómetros de tierra firme,
hasta que, por fin, llegó al mar.
Quedó fascinada por aquella móvil y extraña masa, totalmente distinta de cuanto había visto hasta entonces.
«¿Quién eres tú?», le preguntó al mar la muñeca de sal.
Con una sonrisa, el mar le respondió: «Entra y compruébalo tú mismo.»
Y la muñeca se metió en el mar.
Pero, a medida que se adentraba en él, iba disolviéndose, hasta que
apenas quedó nada de ella.
Antes de que se disolviera el ¡timo pedazo, la muñeca exclamó asombrada:
«¡Ahora ya sé quién soy!»
T. DE MELO

¿Quién puede pretender decirnos que no sabemos orar? Sabemos la teoría, y además no nos falta la práctica. Quizá, eso sí, nos sobre un poco bastante de rutina. Pero no so-mos novatos.

Algo así debieron de sentir los discípulos de Jesús cuando, después de aprender el Pa-drenuestro y rezar juntos una buena temporada, ya no seguían importunando al Maestro: «enséñanos a orar». Una vez aprendido lo esencial, a lo más, venía bien recordar los detalles. Como nosotros que, reconociendo humildemente que sabemos orar, también admitimos pequeñas correcciones, recuerdos de lo que ya sabemos, puesta a punto sin más.
Para que no quede, también aquí nos vamos a permitir escuchar unos consejos de esos que nunca vienen mal, aunque «ya sepamos orar»:
«Quieres encontrar a Dios. Piensa que es él quien te busca a ti. Vive en la sencillez y en la transparencia; no te hagas notar. Haz tu camino como una peregrinación interior. Es allí donde le encontrarás. Reconcíliate con la vida, y con tu propia pobreza. Recuer-da la parábola del buen samaritano; nunca pases de largo ante el hermano que sufre. Desea ansiosamente la llegada del Reino.
Es la humanidad, es la Iglesia quien ora en ti. Vive tu encuentro con el Padre con la actitud gratuita de quien lo da y lo recibe todo como un don. No contabilices el tiempo del encuentro; tampoco la intensidad.
Más que hablar, es bueno que escuches. Y más que esforzarte por pedir, dile al Padre que lo esperas todo de El. Abre tu vida al amor. Amando te encontrarás con el Amor. Si haces de tu vida un gesto de amor, estarás haciendo el mejor camino para encontrar a Dios en tu oración.
Cierra la puerta a los ruidos del desamor, la intranquilidad, el egoísmo, el orgullo. Todo ello te incapacita para escuchar a Dios en tu oración silenciosa.
Que tu oración sea siempre un encuentro profundo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Nunca "acabes" tu oración, porque la sigues en la vida. En ella está el verdade-ro lugar de encuentro con Dios. Dios está ahí, en tu vida. No dudes de encontrarlo. Porque tú lo buscas a él en tu oración, y él sale a tu encuentro en la oración y en la vida. No olvides la respuesta a tu pregunta: ¿qué es lo esencial de la oración? "Jesús".
Amén.» (Cuadernos de Oración).

No está mal, ¿verdad? Recordamos lo que sabemos para actualizar las dimensiones que se nos adormecen cuando rezamos. Y, como los discípulos de Jesús, no nos hace falta repetir una segunda vez: «enséñanos a orar». ¿Quién será el insolente que, todavía a estas alturas, pueda acusarnos de no saber orar?

«Aún no sabéis orar como conviene. Hasta ahora no habéis orado en mi nombre»

¿Quién? Sorprendentemente, hay un texto del evangelio de Juan que dejaría muy corri-dos y boquiabiertos a los discípulos que, a esas alturas, tan avanzados estaban en el ca-mino de la oración: «hasta ahora, nada habéis pedido al Padre en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado».
– Por mucho que sepáis, por muchos padrenuestros que os apuntéis, aún no habéis orado en mi nombre.
– ¡Cómo que no! Si siempre decimos «por Jesucristo, nuestro Señor»…
– Cuando oréis realmente en mi nombre experimentaréis algo fabuloso: que ya no rogaré yo por vosotros al Padre. Os daréis cuenta de que el Padre mismo, en persona, os quiere como me quiere a mí. Os encontraréis metidos en el seno de Dios. Y, entonces, vuestro gozo será colmado.
Aún queda trecho, ¿verdad? Tal vez no necesitemos realmente muchas charlas ni lectu-ras sobre la oración. Pido perdón por escribir esto. Necesitamos, más bien, seguir (se-guir) diciendo al Maestro, con humilde fe: Señor, enséñanos a orar. Porque puede resul-tar que, diciéndoselo, estemos orando «como conviene»: en el seno mismo de Dios.