Recientemente, en un taller, una mujer compartió su ansiedad por la muerte de su hermano. Su hermano mayor había muerto a causa del Covid antes de que hubiera vacunas para él, y había muerto porque se había expuesto peligrosamente a contraer el virus. Sin embargo, se había arriesgado a ese peligro por una buena razón. Era un militar veterano, que vivía solo, y que usaba gran parte de su salario y sus ahorros para preparar comida para alimentar a los indigentes que vivían bajo un puente en su ciudad natal, Austin, Texas.
Eso parece ciertamente una muerte noble y cristiana, si no fuera porque en su vida adulta había perdido cualquier fe en Dios y en Jesús, y se consideraba agnóstico, aunque sin ninguna antipatía por la religión. Simplemente, ya no creía en Dios ni iba a la iglesia. Su hermana, que contó esta historia, le amaba profundamente, admiraba que diera de comer a los sin-techo, pero le preocupaba que muriera sin fe explícita y sin ir a la iglesia. Su inquietud se vio agravada por su otro hermano, un cristiano fundamentalista, que se mantiene firme en la creencia de que morir fuera de la iglesia le deja a uno eternamente fuera de la salvación; en definitiva, uno acaba en el infierno. En un plano interno, su hermana sabía que eso no podía ser cierto. Sin embargo, se sentía intranquila y quería que le aseguraran que su hermano fundamentalista estaba equivocado y que su angustia por la salvación eterna de su hermano era un falso temor.
¿Qué podemos decir ante esto? Se podrían decir varias cosas. En primer lugar, que el Dios que Jesús encarnó y reveló es un Dios que es, en todos los sentidos, la antítesis del fundamentalismo y de esta especie de temor falso sobre la salvación. Jesús nos asegura que Dios lee el corazón en toda su profundidad, incluida su dimensión existencial. Un fundamentalista sólo ve la letra escrita, no la bondad del corazón. Además, las Escrituras describen a Dios como "un Dios celoso". Esto no significa que Dios se ponga celoso y se enfade cuando nos preocupamos por nuestras propias cosas o cuando traicionamos a Dios a causa de la fragilidad y el pecado. Más bien significa que Dios, como un padre solícito, no quiere perdernos nunca y busca todos los medios posibles para evitar que nos alejemos y nos perjudiquemos. Además, en el lenguaje abstracto de la teología académica, Dios tiene una voluntad universal de salvación, y eso implica a todos, incluidos agnósticos y los ateos.
Más específicamente, Jesús nos da tres perspectivas interconectadas que revelan la cortedad de miras de todo pensamiento fundamentalista en cuanto a quién va al cielo y quién al infierno.
En primer lugar, nos presenta la parábola de un hombre que tiene dos hijos y les pide a ambos que trabajen en su campo. El primer hijo dice que no lo hará, pero de hecho termina haciéndolo; el segundo hijo dice que hará el trabajo, pero acaba por no hacerlo. ¿Cuál es el buen hijo? La respuesta es obvia, pero Jesús refuerza la parábola con este comentario: No son forzosamente los que dicen "Señor, Señor" los que entrarán en el reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de Dios en la tierra.
Lo que esta parábola pone de relieve es lo que los teólogos (desde John Henry Newman hasta Karl Rahner) han intentado enseñar, a saber, que alguien puede tener una fe aparente que, de hecho, parece vacía a la luz de la fe verdadera. A la inversa, alguien puede negar explícitamente lo que contiene nuestra noción de fe y, sin embargo, a la luz de lo que exige una fe auténtica, tener una fe real, ya que ésta no se manifiesta necesariamente en su idea de fe, sino en los frutos de su vida.
Además, tenemos la escandalosa advertencia de Jesús en Mateo 25 sobre la forma en que seremos juzgados en última instancia para el cielo o el infierno, es decir, sobre si hemos servido o no a los pobres. Esta advertencia no insinúa que la fe declarada y la asistencia a la iglesia no tengan importancia; tienen su importancia, pero advierte que hay otras cosas que son más importantes.
Por último, y quizás lo más importante a este respecto, Jesús nos da el poder de atar y desatar. Como miembros del Cuerpo de Cristo, nuestro amor, al igual que el de Jesús, mantiene a la persona amada conectada a la comunidad de salvación. Como dice Gabriel Marcel, amar a alguien es decir: tú nunca te perderás. El amor de esta mujer por su hermano le garantiza que no está en el infierno.
Podría haber dicho todo esto, pero en su lugar me limité a referirme a una maravillosa cita de Charles Peguy, el célebre poeta y ensayista francés. Peguy sugirió en una ocasión que cuando muramos y comparezcamos ante Dios, a cada uno de nosotros se le hará esta única pregunta: "¿Dónde están los demás?" ("Ou sont les autres?"). Le aseguré a la angustiada mujer que no tenía que preocuparse por la salvación eterna de su hermano, a pesar de haber muerto fuera de una fe expresa y de la iglesia. Cuando se presentó ante Dios y se le hizo la pregunta (¿Dónde están los otros?) tuvo una muy buena respuesta: Están bajo un puente en Austin.