Queridos hermanos y hermanas (Homilía completa)
En la fiesta de la Presentación de Jesús al Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo, ligado al precepto de la ley mosaica que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, que acudiera al Templo de Jerusalén para la purificación ritual de la madre (cfr Es 13,1-2.11-16; Lv 12,1-8). También María y José cumplieron este rito, ofreciendo – según la ley – un par de tórtolas o de pichones. Leyendo las cosas con mayor profundidad, comprendemos que en aquel momento es Dios mismo el que presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del viejo Simeón y de la profetisa Ana. Simeón, en efecto, proclama a Jesús como “salvación” de la humanidad, come “luz” de todas las naciones y “signo de contradicción”, porque manifestará los pensamientos íntimos de muchos (cfr Lc 2,29-35). En Oriente esta fiesta se llamaba Hypapante, fiesta del encuentro: en efecto, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en Él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término “Candelaria”. Con este signo visible se quiere significar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es “la luz de los hombres” y lo acoge con todo el impulso de la su fe para llevar esta “luz” al mundo.
En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el Venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que se celebrara en toda la Iglesia una especial Jornada de la Vida Consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios – simbolizada por su presentación al Templo – es modelo para todo hombre y mujer que consagra toda su propia vida al Señor. El objetivo de esta Jornada es triple: ante todo alabar y agradecer al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y la estima de parte de todo el Pueblo de Dios; y en fin, invitar a cuantos han dedicado plenamente su propia vida a la causa del Evangelio a celebrar la maravillas que el Señor ha obrado en ellos. Al agradecernos por haber venido tan numerosos, en esta jornada dedicada particularmente a vosotros, deseo saludar con grande afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y persone consagradas, expresándoos mi cordial cercanía y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del Pueblo de Dios.
La breve lectura tomada de la Carta a los Hebreos, que hace poco se ha proclamado, une muy bien los motivos que dan origen de esta significativa y bella celebración y nos ofrece algunas pautas de reflexión. Este texto – se trata de dos versículos, aunque muy densos – abre la segunda parte de la Carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. En verdad habría que considerar también el versículo inmediatamente precedente, que dice: “Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe.” (Heb 4,14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. Cristo es presentado como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero e hombre, por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y al humano.
En realidad, es precisamente y sólo a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo, que en la Iglesia tiene sentido una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo. Tiene sentido sólo si Él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros, si no fuera así se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, desaparecería el fundamento de la vida cristiana en cuanto tal, pero, de forma totalmente particular, desaparecería el fundamento de toda consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa de forma “fuerte” precisamente la búsqueda recíproca de Dios y del hombre, el amor que los atrae; la persona consagrada, por el mismo hecho de existir, representa como un “puente” hacia Dios para todos aquellos que la encuentran, un llamado, un reenvío. Y todo esto se afianza en la mediación de Jesucristo, el Consagrado por el Padre ¡El fundamento es Él! Él, que ha compartido nuestra fragilidad, para que nosotros pudiéramos participar de su naturaleza divina.
Nuestro texto insiste, más que sobre la fe, sobre la “confianza” con que podemos acercarnos al “trono de la gracia”, desde el momento que nuestro sumo sacerdote ha sido Él mismo “puesto a prueba en todo como nosotros”. Podemos acercarnos para “recibir misericordia”, “encontrar gracia”, y para “ser ayudados en el momento oportuno”. Me parece que estas palabras contienen un gran verdad y al mismo tiempo un gran consuelo para nosotros que hemos recibido el don y el compromiso de una especial consagración en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridas hermanas y hermanos. Os habéis acercado con plena confianza al “trono de la gracia” que es Cristo, a su Cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a Él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que merece todo, aún más, más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a Él, también para ser ayudados en el momento oportuno y en la hora de la prueba.
Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su propia salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su propio pecado. Por ello, también para el hombre de hoy, la vida consagrada permanece como una escuela privilegiada de la “compunción del corazón”, del reconocimiento humilde de la propia miseria, pero, al mismo tiempo, permanece como una escuela de la confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, más cerca estamos de Él, más útiles somos para los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, siendo llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, en especial de aquellos que están lejos de Dios. En particular, las comunidades que viven en la clausura, con su específico compromiso de fidelidad en el “estar con el Señor”, en el “estar a los pies de la cruz”, desarrollan a menudo este rol vicario, unidas al Cristo de la Pasión, asumiendo en sí los sufrimientos y las pruebas de los demás ofreciendo con alegría todo, por la salvación del mundo.
En fin, queridos amigos, queremos elevar al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza precisamente por la vida consagrada. Si ella no existiera ¡cuán pobre sería todavía más el mundo! Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su ser signo de gratuidad y de amor, y ello aún más en una sociedad que corre el riesgo de quedar sofocada en el vórtice de lo efímero y de lo útil. La vida consagrada, sin embargo, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a “perder” la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que fue el primero que “perdió” su vida por nosotros. En este momento pienso en las personas consagradas, que sienten el peso de la fatiga cotidiana, escasa de gratificaciones humanas, pienso en los religiosos y en las religiosas ancianos y enfermos, en cuantos se sienten en dificultad en su apostolado… Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al “trono de la gracia”. Son, al contrario, un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de la su Palabra.
Llenos de confianza y de gratitud, renovemos pues también nosotros el gesto del ofrecimiento total de nosotros mismos presentándonos al Templo. Que el Año Sacerdotal sea una ocasión ulterior, para los religiosos presbíteros, para intensificar el camino de santificación y, para todos los consagrados y las consagradas, un estímulo para acompañar y sostener su ministerio con ferviente oración. Este año de gracia tendrá un momento culminante en Roma, el próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito a cuantos ejercen el Sagrado Ministerio. Acerquémonos al Dios tres veces Santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al Reino de Dios. Cumplamos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús al Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por ese Dios que lleva en sus brazos; Virgen, pobre y obediente, toda dedicada a nosotros, porque toda de Dios. En su escuela, y con su ayuda materna, renovemos nuestro “heme aquí” y nuestro “fiat”. Amén.
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