Buscando el aliciente adecuado

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.A veces, las cosas pueden parecer buenas superficialmente, mientras, en el fondo, nada es bueno. Vemos esto, por ejemplo, en la famosa parábola de los evangelios sobre el hijo pródigo y su hermano mayor. Aparentemente, el hijo mayor hace todo bien: obedece fielmente a su padre, está en casa y hace todo lo que su padre le pide. Y, a diferencia de su hermano pequeño, él no derrocha la propiedad de su padre con prostitutas y fiestas frívolas. Parece un modelo de generosidad y moralidad.

Sin embargo, en la historia se va viendo muy pronto que las cosas distan mucho de estar bien. Mientras su vida parece tan buena por fuera, él está lleno de resentimiento y amarga moralización en su interior; y, además, envidioso de la amoralidad de su hermano. ¿Qué está sucediendo? Sencillamente, sus acciones son buenas, pero su energía está equivocada.

Pero, para que no juzguemos demasiado severamente, necesitamos tener la honradez de confesar que todos nosotros peleamos de esta manera, al menos si somos morales y generosos. Lo que agota la energía en la amargura de su hermano mayor es, según las sagaces palabras de Alice Miller, “el drama del hijo con muchas cualidades”, a saber, el resentimiento, la auto-compasión, la propensión a la moralización amarga que inevitablemente nos persigue a aquellos de nosotros que no nos descarriamos de nuestras obligaciones, que permanecemos en casa y cargamos con el peso a favor de nuestras familias, iglesias y comunidades. Tristemente, con frecuencia, el sentimiento con el que nos marchamos cuando entregamos nuestras vidas en sacrificio no es gozo y gratitud por habernos sido dada la gracia, oportunidad y buen sentido de permanecer en el hogar y servir, sino, más bien, el resentimiento de que la carga cayó sobre nuestros hombros -esa que tantos otros la evadieron- y que tantos en el mundo están teniendo libertad de acción mientras nosotros estamos en el camino recto y estrecho. Demasiado frecuentemente, entre nosotros -gente honrada y buena que estamos luchando por la verdad y por la causa de Dios- encontramos un espíritu de amarga moralización que tiñe y compromete nuestra generosidad y nuestro sacrificio. Pero digo esto con simpatía: no es fácil rendirse, renunciar a los sueños, ambiciones, confort y placer de uno por la causa de Dios, la verdad, el deber, la familia y la comunidad.

¿Cómo podríamos hacerlo? ¿Cómo podríamos imitar la fidelidad del hermano mayor sin caer en su envidia,  auto-compasión y amargura? ¿Dónde podemos acceder al aliciente adecuado para vivir radicalmente el evangelio?

Como cristianos, por supuesto, necesitamos mirar a Jesús. Él vivió una vida de radical generosidad y auto-renuncia; y, en cambio, nunca cayó en la especie de auto-compasión que nace de la sensación de haber perdido la oportunidad de beneficiarse de algo. Nunca estuvo desencantado ni amargado de haber entregado su vida. Ni siquiera -claro está- hizo como Hamlet, convertir su renuncia en una tragedia existencial, la del héroe solitario y alienado que es aparentemente intrigante pero no fecundo. Jesús siempre permaneció libre, cercano, misericordioso, no-condenador, fecundo. Además, a través de su total vida de auto-sacrificio, él siempre irradió un gozo que impactó a sus contemporáneos. ¿Cuál fue su secreto?

La respuesta -nos dicen los evangelios- se halla en la parábola del hombre que está arando un campo y encuentra un tesoro escondido, y en la parábola del mercader que, después de años buscando, encuentra la perla de gran valor. En cada caso, el hombre se desprende de todo lo que tiene para poder comprar el tesoro o la perla. Y lo que se debe destacar en cada una de estas parábolas es que ninguno de los dos hombres lamenta, ni por un momento, la pérdida de aquello a lo que tenía que renunciar, sino, por lo contrario, cada uno expresa un indecible gozo por lo que ha descubierto y la riqueza que va a suponer para su vida. Los dos están tan entusiasmados por el gozo de lo que han descubierto que no se fijan en aquello a lo que han renunciado.

Sólo en este tipo de contexto puede el auto-sacrificio tener sentido y ser verdaderamente fecundo. Si el dolor de lo que es sacrificado oscurece el gozo de lo que se ha descubierto, esto es, si el interés está más enfocado en lo que hemos perdido y dejado que en lo que hemos encontrado, acabaremos realizando las acciones adecuadas, pero con energía equivocada, cargando las cruces de otros y enviándoles la factura. Y seremos incapaces de dejar de ser condenadores, amargados y secretamente envidiosos de lo amoral.

En la verdadera medida en que muramos a nosotros mismos para vivir en favor de otros, corremos el incesante riesgo de caer en esa especie de amargura que nos persigue cuando sentimos que hemos perdido la oportunidad de beneficiarnos de algo. Eso es una eventual casualidad, muy seria, dentro del discipulado cristiano y de la vida espiritual en general. Y así, nuestro interés debe estar siempre enfocado en el tesoro, la perla de gran valor, el rico significado, el auto-legitimante gozo que es el fruto  natural de cualquier verdadero auto-sacrificio. Y esa gozosa energía nos llevará más allá de la auto-compasión y la envidia de lo amoral.